Piensa uno que son muy diversas las razones que explican el porqué a muchos nos gusta tanto, a estas alturas del siglo XXI, seguir releyendo ese estupendo libro de Pedro de Répide titulado Las calles de Madrid. Pero quizás la principal sea el hacernos creer, mientras pasamos sin prisas sus páginas llenas de chascarrillos y anécdotas más o menos inverosímiles, que aquella ciudad que ya agonizaba cuando éramos tiernos infantes todavía no ha muerto del todo.
La voluminosa obra de Répide, iniciada en los lejanos años veinte del pasado siglo repasa por orden alfabético el origen, las curiosidades y todo lo que que había digno de mención en las calles de aquella ciudad de antes de la guerra civil, donde, para mayor regocijo de sus lectores de entonces, todos se conocían un poco y disfrutaban todavía más con los apuntes eruditos y con las anotaciones marginales, a veces algo picantes, de don Pedro.
La obra se inicia describiendo la calle de la Abada, situada cerca de la del Carmen, saliendo hacia la del Jacometrezo, y concluye con la de Zurita, cercana a la de Santa Isabel, que en tiempos se llamó calle del Cuervo.
La obra es en realidad una recopilación de los numerosos artículos que Pedro de Répide fue publicando en el diario La Libertad a lo largo de casi cinco años. La primera edición en forma de libro apareció cuando agonizaba la dictadura del general Franco, haciéndose pronto muy popular y justificando varias reediciones, la última ya en los años ochenta, enriquecida precisamente con un breve epílogo a cargo de Alfonso de la Serna, ese embajador con vocación tardía de escritor, algo pariente de Répide, que entre otras obras dejó un curioso libro titulado Túnez la verde, donde quizás siguiendo un poco la inspiración de Répide, narra no pocos cotilleos de la época ahora ya algo mítica de Habib Bourguiba.
Alfonso de la Serna pasa de puntillas sobre los años del exilio de Répide, recordando que volvió a Madrid, con toda discreción en 1947, después de haber recorrido medio mundo, con su eterna figura de dandy de otras épocas.
Nos cuenta también que no era un erudito más de las cosas de Madrid, sino el erudito por antonomasia, conocedor de todos los detalles, a veces minúsculos, que hacen grande a una ciudad, sin caer nunca en un casticismo corto de miras, sino más bien, siendo siempre el defensor de una ciudad que veía con ojos entre tiernos e implacables, con una mirada similar a las de Quevedo y Goya, después de haber contemplado el mundo, desde Moscú a Nueva York y desde París a Oriente, para desvelarnos los rincones mágicos de una ciudad que inexorablemente desaparecería al cabo de muy poco tiempo.
Ignacio Vázquez Moliní