El pasado 25 de noviembre moría Fidel Castro Rus, militar revolucionario y doctor en Derecho, que derrocó al dictador Batista y se erigió en el nuevo dictador de Cuba. Fue primer ministro y presidente de Cuba desde 1959 hasta 2008, Comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, diputado de la Asamblea Nacional y primer secretario del Partido Comunista de Cuba hasta 2011, año en que dejó el liderazgo del país a su hermano Raúl.
La muerte del dictador, a los 90 años de edad, ha dividido a la sociedad cubana y a la española y, si se quiere, a la opinión pública internacional. Para algunos se trata de la pérdida de una especie de “dios”, de un “padre”, de un líder político con resonancias míticas. Para otros, con su muerte se ha ido un “demonio”, un enorme tirano, un gran represor de la libertad y de los derechos humanos.
En este contexto, nuestro rey emérito ha encabezado la delegación española que asiste a sus funerales en La Habana, sin haber logrado visitarle “en vida” en un viaje de Estado, cita de enorme contenido emocional y simbólico que los dos mandatarios persiguieron, sin éxito, durante sus largos años de “reinado”. No debemos olvidar que, en momentos muy delicados y enormemente decisivos, el dictador avaló la Transición Española y a sus protagonistas, empezando por rey, siguiendo por Carrillo y acabando con el duque de Suárez. Como siempre, ya lo dijo antes el sabio Cervantes: “la ingratitud es hija de la soberbia”
Lo que está claro, sin embargo, es que la muerte del tirano no ha dejado indiferente a nadie. A mi modo de ver, Fidel Castro es el máximo responsable de una de las dictaduras más férreas del mundo; es el culpable de seis décadas de un régimen feroz, que fue más allá del “autoritarismo” político y militar y que se adentró, sin ambages, en las turbias aguas del “totalitarismo”. Esto es, que su administración de represión y de control social no solo se centró en limitar cualquier clase de libertad política, de expresión u opinión en Cuba, sino que, además, se inmiscuyó en las vidas privadas, íntimas, de los cubanos, determinando el destino personal y doméstico de millones de seres humanos. Es decir, que el castrismo negó a los cubanos el libre desarrollo de su forma de vida en aspectos tan esenciales como la libertad de movimientos o la libre elección del trabajo, residencia o vivienda.
Pero el castrismo ha sido, además, un sistema político profundamente homófobo, machista y racista. En cuanto al severo racismo de La Revolución Cubana solo les haré una pregunta: ¿en seis décadas de castrismo, recuerdan cuántos ministros negros o mulatos ha dado el régimen? Yo no conozco a ninguno.
Durante mi etapa de diplomático de la Organización Iberoamericana de Juventud (OIJ), a finales de los 90 y primeros 2000, traté estrechamente con la cúpula de la Unión de Jóvenes Comunistas de Cuba, cuyo primer secretario tenía el rango de ministro, y jamás conocí a ningún joven líder de color, ni tan siquiera mulato. Eso sí, el personal de servicios en los hoteles y en las casas del gobierno bien se nutría de las cubanas y cubanos negros.
Respecto a la terrible historia de la LGTBIfobia en Cuba, diré que el régimen castrista ha sometido a los homosexuales a un auténtico holocausto que algún día tendrá que ser investigado, reconocido y, de algún modo, reparado.
Mi querida amiga, la inmensa soprano cubana, Alina Sánchez, me recordaba hace unos días las deportaciones en masa de homosexuales de la isla, embarcados a la fuerza y como ganado en barcos inmundos hacia los Estados Unidos de América, junto con cientos de delincuentes comunes.
No olviden, por ejemplo, que, al saberse que Reinaldo Arenas estaba enfermo de SIDA, la propaganda del régimen estableció que el escritor había recibido el justo castigo por su vida disoluta (y por su homosexualidad) fuera de Cuba y que el mal era, por tanto, ajeno a La Revolución. Cuando el virus llegó a la isla de forma masiva como consecuencia del retorno de miles de internacionalistas procedentes de Angola, la primera medida de Fidel fue encerrar en campos de concentración a homosexuales y a prostitutas que, según la propaganda revolucionaria, llevaban “una vida inmoral y disipada con turistas”.
Pero la enfermedad, tozuda, había entrado desde Angola con las Fuerzas Armadas y vino a contaminar a cientos de soldados y oficiales, algunos de ellos extraordinariamente condecorados. A tal extremo llegó el escándalo de los sodomitas uniformados que los “sidatorios”, término castrista de los campos de concentración para personas seropositivas, se multiplicaron. Eran los años 80 y la ciudad de La Habana, que no había sido especialmente famosa por la prostitución durante décadas, se convertía en el mayor burdel del mundo socialista.
Desde los años 1990, la dictadura militar de los Castro ha permitido que la hija de Fidel, Mariela, impulse ciertos avances en materia de derechos y visibilidad de orientaciones sexuales e identidades de género, pero no por convicción, sino porque lo ha querido una hija de los Castro que, aún así, se ha esforzado en subrayar ante los medios que ella “no es lesbiana”.
Las dictaduras familiares son así.
Ignacio Perelló