miércoles, octubre 2, 2024
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Bebedores de cine

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Para alimento de librerías y regocijo de gaznates regresa agitado y no revuelto el sabroso tomo que José Luis Garci dedica al placer de la bebida. Veinte años y diez ediciones después nos reencontramos con “Beber de cine”, al tiempo una antología de películas memorables, una viva colección de anécdotas, y un anacreóntico tratado de la amistad. Mitómano, hedonista, entusiasta, Garci  bebe con nosotros y nos convence de que “algunos cócteles son verdaderas transfusiones de sangre que renuevan nuestro cuerpo, es decir, nuestro mundo”. Así que, de trago en trago y de episodio en episodio, nos refiere sus cócteles predilectos con referencia en cada caso a alguna película en que sus personajes los disfrutan.

A la primera copa invita Manuel Alcántara, de la pajarita del árbitro de boxeo a la del barman de categoría. Resume Alcántara en un prólogo excelente algunas sugerencias que hacen del beber un noble arte. Como por ejemplo “Es una insensatez beber para olvidar primero; es mejor seguir el consejo de Breton y olvidar primero y beber después”,  o “Es preciso ser dueño de un buen hígado y de un buen corazón”, no refiriéndose tanto a la anatomía como a la disposición de una naturaleza lejana a la fanfarronería y a la pendencia. Y desde luego la correcta elección de los compañeros de melopea: “A ver cuando nos conversamos una botella”, predican en Chile. Es decir, “Cuando algún amigo me dice que le sentaron mal las copas no le preguntó cuántas fueron sino con quienes se las tomó”.  Semejante filosofía es compartida por Garci, que en las páginas de “Beber de cine” evoca las copas alzadas con Fernán-Gómez, con Torres-Dulce, con Rodríguez Marchante, incluso la pericia en la preparación de brebajes de dos gigantes llamados Landa y Buñuel: “los Dry Martini de Alfredo introducen dentro de tu alma todo Melville: relámpagos, truenos, viento, oleaje, salitre y fuegos de San Telmo.”

Tan literariamente nos conduce el autor a sus líquidas pasiones: “He descubierto que cuando paladeas un buen combinado se introduce dentro de ti cierta sensación de eternidad, como una pequeña vida de repuesto”. La coctelería es incluso elevada a la categoría de religión espirituosa en la que concurren una parroquia de paladares sensibles y una casta de iniciados amiga de su destreza: “Un cóctel hecho solo a base de oficio nunca transmitirá esa temperatura humana que se llama placer”.

Bloody Mary, Caipirinha, Daiquiri, Dry Martini, Gimlet, Gin Fizz, Manhattan, Margarita, Negroni, Whisky Sour, completan una sugerente carta de combinados. Por entendemos superstición futbolística las decenas de Garci se componen de once elementos así que completa la alineación con el ciertamente intruso San Francisco. Intruso por su ausencia de alcohol, que le hace apto por menores de dieciocho años y mojigatos acompañados. Es muy bonito, eso sí.

Tanto éste como los demás capítulos se nutren de anécdotas maduradas en barrica. La postal enviada –y sospechosamente extraviada- a Cabrera Infante desde el “Floridita” de La Habana, el viaje desde México DF hasta Mérida con el objeto único de degustar un genuino margarita, el efecto luminoso de la caipirinha –“catarata de fuego verde”- cuando se bebe en Iguazú.

No es éste el único combinado al que Garci, que en cada capítulo desvela sus recetas con dignidad de druida, atribuye propiedades asombrosas. Así, averiguamos que el margarita “es la mejor medicina contra la melancolía y el mal de amores”, que el whisky sour “llena tu boca de Nueva Orleans”, “o que el negroni “apacigua la sed de tiempo”. Y aunque ya conocíamos el bloody mary y su virtud de antídoto contra la vil resaca, nunca habíamos detectado su hibris shakesperiana: “la pócima que espantará a las brujas de Macbeth, el hechizo que las hará huir cabalgando de sus escobones”.

Los bares, templos de la susodicha religión, ocupan naturalmente el espacio que merecen. Con paso ya tambaleante el autor nos lleva al Harry´s bar de Venecia, al Park Lane de Nueva York, al Txepetxa –qué anchoas, qué gildas- de San Sebastián. Y al bar del Palace en Madrid, al que mientras paladea un Gin Fizz –en ayunas, así los beben Nat King Cole y Sinatra- propone como Patrimonio de la Humanidad.

“Embriaguez en penumbra” es la sutil expresión con que Manuel Alcántara define al cine. Y este libro no tendría la firma de José Luis Garci sin la alusión a títulos en los que sus protagonistas beben y beben y vuelven a beber: “Retorno al pasado”, “Gran Hotel”, “El tesoro de Sierra Madre”, o “Balas sobre Broadway”. No hay rastro y se agradece de dos largometrajes también magistrales pero que se detienen en la dipsomanía como enfermedad, exceso, reverso del don de la embriaguez: “Días sin huella” y “Días de vino y rosas”.

Preferimos brindar con Garci, con Alcántara, con Shirley McLaine, con Hawks, con Mitchum, con Faulkner, bebedores de cine  que siguiendo a Mark Twain también consumen agua: eso sí,  con absoluta moderación.

Fernando M. Vara de Rey

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