Érase una vez, una Constitución. Sí, hablar de la Constitución estos días parece un cuento. Un cuento de terror, una dulce nana. ¿Un cuento con final feliz? De momento el cuento ya dura 38 años, que son los que cumple nuestra asendereada Constitución.
Años de fábula o de pesadilla, según quien haga cuenta de ellos, pero lo que es inapelable es que pensar en acumular tal periodo de democracia, paz y prosperidad era de soñadores en aquel oscuro y frío noviembre de 1975 en que murió Franco.
Y aquí estamos, en el postmoderno 2016, un año en que se ha roto cualquier lógica política, en vísperas del dichoso día de la Constitución. Un año extraño, no se negará. Este año muchos se han creído los inventores de la pólvora y los promotores de un ‘novecento’ en pleno siglo XXI. Pero tras el humo y la mascletá, aquí llega el Día de la Constitución hispano, un poco al modo de “día de la marmota”.
Los norteamericanos –los estadounidenses– mantienen usos políticos inamovibles, como garantía en sí mismos de su propio proceso, que no deja de ser la Democracia en sí misma. Esa previsibilidad calma y da certezas a la sociedad, hasta con sobresaltos como el del inefable Donald Trump elegido presidente.
La fiesta de la Constitución llega en un mes de festivos de los de toda la vida. Aunque 38 años es toda una vida –hay vidas preciosas que no llegan a los 38 añitos de nada–, cuando uno era niño el 6 de diciembre era tan señalado como el 27 de septiembre o el 18 de enero o el 8 de abril. Un día tal cual, de cole o fin de semana. Y no fue fácil meter en algunas cabezas que el día 6 se celebraba la Carta Magna, y que el tener una Carta Magna era motivo para hacer una fiesta.
Los que ahora juguetean contra ella, la llaman “el problema”, la desacatan y hasta la queman en televisión –todo esto se ha hecho en un país llamado España, públicamente– se ve que no tienen memoria más allá de esos 38 años. Y, oiga, si no habían nacido, que lean un poquito, que no cuesta tanto.
Este que escribe sí había nacido –por los pelos, no se crea–, y tiene un memorión. Recuerda las mofas de los fachas, que la llamaban “la Prostitución”. Y el cachondeo de los diarios de derechas contra el monumento que el Ayuntamiento socialista de Madrid erigió en su honor. Lo llamaban el quiosco de helados. Por cierto, ¿alguien se acuerda de donde está? Un pista: en una pradera verde, junto a un compendio de ciencia y frente a un precioso edificio de ladrillo.
Hubo en España un golpe de Estado para derribarla; hubieron de pasar 14 años ininterrumpidos de gobierno de izquierdas, para que las veleidades anticonstitucionales se pasaran. Ahora los golpistas que quieren acabar con la Constitución vienen del otro extremo –Los extremeños se tocan, qué obrón de Muñoz Seca– y de los nacionalistas furibundos. El péndulo ha dado un meneo completo de lado a lado.
Estos días daba ternura y cierta emoción ver cómo las colas para entrar al Congreso en puertas abiertas daban la vuelta en Neptuno –esa plaza sagrada rojiblanca– y volvían a subir. Ciudadanos de toda laya prologando la fiesta del seis de diciembre con una visita a la sede de la soberanía nacional. No es que el mentado día haya romerías populares, pero es como para festejar que los españoles nos hayamos dado un texto con el que hayamos convivido casi cuatro décadas. Un país en el que nos juntamos los amiguetes para escribir una felicitación de cumpleaños y no nos ponemos de acuerdo. ¡Ni siquiera nos ponemos de acuerdo en si el Roscón de Reyes debe llevar –o no– fruta escarchada!
Una banda de temerarios chulescos y faltones va a intentar mancillar nuestra gran fiesta laica y política. Uno de ellos Pablo Iglesias, que suele boicotear los actos que caen en festivo a primera hora de la mañana, qué cosas. Ellos verán. Lo que me hace gracia es que ninguno de ellos se plantee boicotear la siguiente fiesta, el ocho de diciembre, la Inmaculada, tan ateorros que son. Ah, calla, que es que hay puente. ¡Mira, en eso del amor a los puentes, sí que somos todos españoles!
Menos cuento, oiga.
Joaquín Vidal