De nuevo, un camión. De nuevo, víctimas inocentes. De nuevo, la sinrazón. Antes, en Niza. Ahora, en Berlín. La misma estampa trágica nuevamente repetida.
A la hora que escribo estas líneas no está confirmado que se trate de un ataque terrorista, pero ya casi se da por hecho. Sea como fuere, es inevitable rememorar el atentado de Niza, pensar en los 85 asesinados, en los centenares de heridos por un camión desbocado segando vidas a su paso por un paseo atestado de gente celebrando libremente su fiesta nacional. Como este lunes tantos berlineses celebrando libremente la Navidad. El mismo método, el mismo mortífero resultado, el mismo dolor, la misma incomprensión.
Quizás sea el broche macabro a un año marcado por la muerte. Quién sabe a estas alturas lo que puede deparar lo que resta de un año que quedará grabado a fuego tras los atentados terroristas en París, Ankara, Bruselas, Estambul, Orlando y tantas otras ciudades.
Pero también en el Mediterráneo, que en este 2016 ha batido todos los registros más mortíferos y se ha convertido en la tumba de miles de personas huidas en busca de un futuro mejor en algún lugar de la Unión Europea. Una Unión, no, unos gobiernos nacionales que no paran de dar la espalda a la mayor crisis migratoria desde la Segunda Guerra Mundial. Tanto que habiéndose reducido las llegadas a un tercio de las de 2015, las muertes ya se han superado.
No son estadísticas, son vidas humanas que han perecido ante los cierres de fronteras y la creciente peligrosidad de las rutas que deben emprender. Esa es la ‘solución’ a que nos han conducido quienes han dedicado todos sus esfuerzos no a reasentar a los arrivados ni a abrir corredores humanitarios para responder a la magnitud del desafío, sino a erigir vallas, cerrar fronteras, rechazar a los migrantes por raza o religión. Luego se conmoverán ante los gritos desesperados de los ciudadanos de Alepo… Vergüenza.
Ante la crueldad de estas realidades, todo palidece. No obstante, conviene no olvidar que ha sido este un año de cisnes negros, cisnes que han alcanzado el mismísimo corazón del sistema.
Por un lado, Donald Trump no solo ha ganado las elecciones en Estados Unidos a base de mentiras –dejémonos de posverdades– y de alentar el odio contra todo y contra todos, sino que, frente a quienes esperaban ver un giro conciliador tras su primera entrevista con Obama, está construyendo un gobierno a la altura de lo más reaccionario de su discurso. El mayor riesgo, con todo, estriba en el peligro de acbar normalizando un discurso que atenta contra un principio democrático fundamental: la igualdad entre hombres y mujeres, entre razas y credos.
Pero sin salir de nuestras fronteras, en Polonia, en Hungría, están surgiendo de las urnas regímenes que defienden sin rubor el recorte de libertades –el primer ministro húngaro ha defendido directamente la construcción de un Estado “no liberal”, que atentan contra la independencia de los órganos judiciales, que limitan la libertad de prensa. Un nuevo artículo del Tratado pisoteado –esta vez, el siete– y desde la Unión, tibieza. Veremos qué sucede cuando haya de negociarse la salida de Reino Unido: ya se pisotearon los principios de la libre circulación de trabajadores y la no discriminación por razón de nacionalidad cuando hubo de negociarse el acuerdo para evitar el Brexit. Veremos qué nuevas cesiones nos esperan.
No, el panorama no es alentador en esta Europa en que no paran de surgir admiradores de alguien como Putin, ni mucho menos. Y no lo es porque, cuando ni se está dispuesto a ceder en planes de mínimos para impulsar la inversión productiva con una inyección del 0,5% del PIB, no se está dispuesto a nada.
Se va un annus horribilis. Quién sabe qué vendrá.
José Blanco