domingo, noviembre 24, 2024
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Más que utopía

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Jonathan Swift dijo que cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele por este signo: todos los necios se conjuran contra él. Del mismo modo, siempre que alguien tiene una idea rompedora para resolver un problema aparece un ejército de miedosos que, en su afán por que nada cambie, se apresuran a descalificarla sin hacer un análisis sereno de sus pros y sus contras. Por suerte, siempre habrá también personas y sociedades con empuje, que actúan para cambiar la realidad aunque otros griten que es imposible y donde la voluntad de mejorar triunfa sobre quienes tienen como lema eso tan español de “Virgencita, que me quede como estoy”.

Europa es testigo estos días del primer ensayo a nivel mundial de la renta básica universal. Y no es en el Madrid de Manuela Carmena, donde el PP veía resurgir los soviets tras perder la Alcaldía, sino en la capitalista y conservadora Finlandia. Allí, un gobierno de centroderecha ha llegado a la conclusión de que vamos hacia un mundo en el que no va a haber trabajo a tiempo completo para todos debido a la automatización de la fuerza laboral, por lo que hay que empezar a buscar soluciones para integrar a las personas desocupadas y asegurar su bienestar.

La renta básica universal, unos ingresos que los ciudadanos tendrían asegurados sólo por existir, no es una ocurrencia de Pablo Iglesias sino una propuesta académica muy elaborada, cuya validez para el capitalismo respaldan reputados economistas. Y que nadie se asuste, su finalidad no es fomentar una sociedad de vagos subvencionados sino todo lo contrario: pretende acabar con la maraña de ayudas, subsidios y prestaciones ahora existentes, incluidas las de desempleo, que a veces desincentivan la incorporación al mundo laboral.

Un ejemplo: si hoy en España a un parado con derecho a percibir 850 euros de prestación durante seis meses le ofrecen trabajar un mes con una remuneración de 900 euros, o dos meses a media jornada cobrando 450 euros mensuales, lo normal es que prefiera seguir en su casa hasta agotar el paro. Y es comprensible, porque en el primer caso es mayor el engorro burocrático y en el segundo el quebranto económico para su hogar que los beneficios de volver transitoriamente a la actividad.

Si esa persona, en cambio, tiene garantizados 500 euros al mes para subsistir, lo normal es que esté dispuesta a aceptar cualquier empleo que le parezca adecuado, por limitada que sea su duración, con tal de sumar ingresos a su renta básica y mejorar su calidad de vida. Digamos que le ofrecen trabajar dos horas diarias con un sueldo de 300 euros al mes, que podrá sumar a los 500 que ya tenía asegurados: raro será que no acepte. Los expertos ven en la renta básica otros beneficios para el sistema como el fomento del emprendimiento, la simplificación de la burocracia y una garantía de que, incluso en épocas de crisis, el consumo de los hogares se mantendrá en niveles suficientes para impedir la destrucción masiva de puestos de trabajo.

Cobrar por existir ya es más que una utopía. El 28 de diciembre el Gobierno de Finlandia envió 2.000 cartas a otros tantos parados de entre 25 y 58 años para comunicarles su inclusión en el primer ensayo real de renta básica. El experimento durará dos años, en los que cobrarán 560 euros al mes que no perderán en ningún caso y que podrán complementar con cualquier otro ingreso. No dejarán de percibirlos aunque encuentren trabajo, si bien en ese caso les serán aplicadas deducciones por la vía de los impuestos. Si el modelo funciona, la idea es extenderlo a todo el país en años sucesivos.

Lo más sorprendente es que esta iniciativa no la han impulsado los comunistas ni un país donde sobra dinero como Suiza. Ha sido un estado de la UE muy castigado por la crisis pero con unos políticos con altura de miras y preocupados por la seguridad a largo plazo de sus ciudadanos. En España las cosas son distintas: aquí han preferido rescatar autopistas antes que familias y la mayoría de los diputados aplaudieron a rabiar aquel 12 de julio de 2012 mientras Mariano Rajoy anunciaba al Congreso recortes en las prestaciones a los parados. “¡Que se jodan!”, gritaba próxima al éxtasis desde su escaño la entonces diputada Andrea Fabra.

César Calvar

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