He leído que las autoridades de uno de los países nórdicos, tal vez Suecia, han decidido premiar fiscalmente a aquellos ciudadanos que, en lugar de comprarse un nuevo producto cuando se les estropea el que tenían, lo envían al taller para que sea reparado. Como la intención del nórdico y prudente legislador no es otra que contribuir a reducir la contaminación, y de paso favorecer la creación o al menos preservar los ya de por sí escasos talleres locales, con el consiguiente mantenimiento del empleo, y favoreciendo además una socialización más bien escasa por aquellas boreales latitudes, poco importa que lo que se repare sea un aparato altamente tecnológico, la vetusta bicicleta del abuelo, el oxidado automóvil olvidado al fondo del pajar, la chaqueta del hermano mayor que todavía puede servir a los pequeños, o simplemente ese hecho tan cotidiano en nuestras tierras que consiste en poner medias suelas a los zapatones de hace tres temporadas.
Esta iniciativa no es sólo loable sino, además, altamente atractiva para los ciudadanos que sufren con encomiable paciencia, aunque quizás no tanto con el alegre entusiasmo de otros tiempos, una de las mayores tasas impositivas del planeta. Sabido es que, al contrario de lo que suele ocurrir en otros países menos solidarios, llevan a cabo ese esfuerzo sin distraer la más mínima corona de la cantidad con la que cada cual tiene que contribuir al esfuerzo común. Cuando uno piensa en esas civilizadas actitudes es cuando se pregunta por el origen de esa sorprendente expresión que utilizamos en castellano, y que equipara el no darse por aludido con hacerse el sueco.
Cuando uno piensa en esas civilizadas actitudes es cuando se pregunta por el origen de esa sorprendente expresión que equipara el no darse por aludido con hacerse el sueco
El caso es que uno desea de todo corazón que esta iniciativa nórdica se propague pronto al resto de los países europeos para, entre todos, poner coto a ese disparate en el que tanto tiempo llevamos inmersos, que nos obliga a consumir constantemente y a sustituir unos objetos todavía en buen uso por otros recién salidos de fábrica. Es más, quién sabe si no estaremos ante el inicio del fin de esa aberración cultural, social, medioambiental, e incluso económica, que es la obsolescencia programada.
Me gustaría pensar que más pronto que tarde volveremos a lucir con orgullo ese reloj que, desde los lejanos tiempos de la primera comunión, duerme en cualquier cajón olvidado ese sueño futurista de las máquinas hermosas, a la espera de que un hábil relojero le ajuste de nuevo la cuerda. También que, al cabo de tantos años, esa jaspeada estilográfica que tenemos por casa volverá a escribir cada día y no sólo en las grandes ocasiones, como cuando uno quiere terminar ese poema que nunca acaba o firmar la tarjeta que acompaña al atrevido ramo de flores. Quizás incluso, si todo va bien, saquemos del olvido ese automóvil que, en el fondo, sólo necesita una mano de pintura y una certera puesta a punto para volver a circular, sin innecesarias prisas y en gran estilo, por unas recoletas carreteras que por fin nos devuelvan a nuestros añorados orígenes.
Ignacio Vázquez Moliní