Iñaki Urdangarin: el que la hace, la paga. Muy duro, pero real. Tan real como… No sigo. La sentencia que le condena a seis años y tres meses de prisión por el denominado Caso Nóos se ha convertido en un texto de amplio calado social, vamos, de deseada ejecución pública. El pueblo quiere ver tras las rejas a aquel que dejó las deportivas y se calzó el trapito de sangre azul para lucrarse. Cuanto antes mejor, mucho mejor. Y sí, porque no decirlo, a una parte de la sociedad le divierte el asunto del vis a vis con la infanta (se lo imagina) y lo de si jugará mucho o poco al dominó, o si pasará o no de la enfermería al patio. Asuntos de café y porra, argumento de desayuno. Nuestra España, tan divertida y tan de memes. O de memos.
Pero el ingreso de Iñaki en la cárcel, a pesar del griterío social, no se llevará a cabo de inmediato; las magistradas han decidido mantenerle la libertad provisional sin más fianza. Y de entrar algún día en prisión, que veremos, se buscará el penal perfecto, más cómodo, con módulo de respeto, delincuentes primarios, poca población reclusa y cercana a su familia. Pero, como decía, la sentencia del Caso Nóos es el ejemplo paradigmático del castigo a la codicia del noble y el varapalo a la impunidad de los que, amparados por el poder, se sienten inmunes al castigo. Él ya estaba condenado desde el principio por la sociedad, que le privó en 2011, cuando fue imputado, de toda presunción de inocencia. Otro tema es si la sentencia es justa o no, si es el resultado de una suma aritmética o, por el contrario, es una receta más que exagerada contra la grave enfermedad del estafador. Pero eso se lo dejamos a los que saben. Y hablar de Cristina, no toca.
En la Edad Media, la ejecución de las sentencias, o las torturas practicadas al condenado, se realizaban en la plaza pública, con objeto de dar ejemplo del castigo al pueblo llano. En el siglo XXI se demanda de otra manera el escarnio público sin benevolencia judicial alguna, sobre todo en los casos como el que nos ocupa. Aquí, en nuestro país, ya no valen las prebendas ni los privilegios derivados de posiciones institucionales o políticas, porque, de hecho, no existe afección ni respeto de la sociedad a las instituciones y a la política. Un problema grave de confianza de complicada solución a corto plazo.
Además, algunos medios de comunicación, los que se definen más sociales, se han transformado hace años en patíbulos anticipados, en verdugos despiadados expertos en el mecanismo de la pena de muerte. Urdangarin hace tiempo que ya es finado en los papeles y en la red de redes. Lo será durante mucho tiempo, y su mujer e hijos lo padecerán, como los parientes y amigos de todos aquellos que fueron condenados en el proceso de investigación. Olvídense de aquello de “pues a mí no me da pena”. Oigan, no es una cuestión de pena.
Absurdo resulta también que su abogado insista en que no ingresará en la cárcel, porque no hace más que aumentar ese interés ávido de venganza inmediata. En fin, que aquel duque que mandaba correos electrónicos con memes se ha convertido en el meme por excelencia, como el negro de gran miembro que está en todas las redes. No sabemos si Iñaki Urdangarin pagará finalmente su culpa en la cárcel, pero sobre su persona pesará de por vida la condena social más ruda, estomagante y cruda; la más áspera.
Fernando Arnaiz