Culpa, miedo, vergüenza. Infancias terribles, relaciones complejas, vértigos existenciales. Sensibilidades afiladas, penumbras de decepción, relámpagos de euforia.
Genios vivaces, genios incompletos, creadores rotundos en la paradoja de su autodestrucción. Escritores de raza en el ahogo de redactar el catálogo de sus frustraciones, bebedores por fe y por alimento. Cuándo y por qué resolvieron encontrar en el fondo del vaso el engaño, la audacia, el olvido. Qué y acaso quién les hizo beber sin mesura el fermento de su desolación.
El vínculo entre literatura y alcohol funda una específica antología de biografías truncadas y de renglones curvos. A veces los propios autores -desde Bryce Echenique hasta Bukovski- han escrito explícitamente sobre su alcoholismo, otras han modelado sus personajes en el fango de su perturbación: Capote, Chandler, Kerouac, Onetti, Williams, tantos como ellos.
El vínculo entre literatura y alcohol funda una específica antología de biografías truncadas y de renglones curvos
Echo Spring era precisamente el modo con que uno de los personajes más conseguidos del dramaturgo sureño, el atormentado Brick a quien ya solo podemos imaginar con los ojos transparentes, nombra el armario en el que guarda las botellas de bourbon que aplacan su amargura. De este pasaje de “La gata sobre el tejado de zinc” toma la periodista británica Olivia Laing el título de su magnífico ensayo acerca de la condición alcohólica de seis notables escritores contemporáneos. “El viaje a Echo Spring” desmenuza las vidas espirituosas de John Berryman, Raymond Carver, John Cheever, F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y el mencionado Tennessee Williams.
Traumas, conflictos sexuales, identidades heridas, aparecen en la semblanza de cada uno de ellos. La autora escudriña las causas, reconoce los síntomas, analiza las afinidades. Con pulso estadístico concluye que “La mayoría de estos seis hombres tenían —o creyeron tener— una pareja de progenitores totalmente freudiana: una madre autoritaria y un padre débil. Todos vivieron atormentados por el desprecio que sentían hacia sí mismos y cierta sensación de ineptitud. Tres de ellos fueron profundamente promiscuos, y casi todos experimentaron conflictos e insatisfacción respecto a su sexualidad. La mayoría murió cuando rondaba la mediana edad, y las muertes que no fueron suicidios tendieron a estar directamente relacionadas con la vida dura y aciaga que llevaron. En ocasiones, todos intentaron dejar el alcohol, con más o menos esfuerzos, pero solo dos consiguieron, a edad avanzada, desintoxicarse”.
En fin, parece el preludio de la biografía de un conjunto de seres marginados y sin embargo se trata de creadores de primera magnitud. “Cuatro de los seis estadounidenses que han ganado el Premio Nobel de Literatura eran alcohólicos”, afirma Laing, revelando que su media docena de autores es solo un minúsculo botón de muestra en una lacerante conexión. Es el pasadizo en que se cruzan el talento demiúrgico y la consunción lenta y desesperada.
Muy ilustres escritoras sufrieron también los estragos del alcoholismo. Como Patricia Highsmith, como Maragret Duras, como Alejandra Pizarnik. Y como Lucia Berlin, cuyo conjunto de relatos “Manual para mujeres de la limpieza” ha sido objeto de edición más de una década después de su fallecimiento.
En realidad los relatos que componen esta obra de sorprendente título conforman una unidad y como en una “Rayuela” inmoderada podrían leerse en un orden voluble. Todos ellos narran fragmentos de la estrepitosa existencia de la autora: su madre y su abuelo misántropos y beodos, tres maridos y un puñado de hijos, la vida de postín en Santiago de Chile, la geografía descarnada de Nuevo México, la grave enfermedad de su hermana, su espalda doliente y maltrecha, sus oficios dispares desde limpiadora hasta operadora telefónica y auxiliar de enfermería. Se trata de una memoria a sorbos, un sagaz autorretrato que abarca patetismo sin remedio. Aborto, soledad, escarnio, depauperación: “Vi hijos y hombres y jardines en mis manos”.
Se trata de una memoria a sorbos, un sagaz autorretrato que abarca patetismo sin remedio. Aborto, soledad, escarnio, depauperación: “Vi hijos y hombres y jardines en mis manos”
Y sed, y alcohol, y urgencia. A borbotones. Como en “Inmanejable”, en el que narra sus tretas para recibir el día en estado de embriaguez. Como en “Perdidos”, donde los pacientes de un centro de desintoxicación contemplan un combate de boxeo que se vuelve en metáfora de sus respectivas derrotas. Como “Y llegó el sábado”, que invoca el milagro de la escritura en el sofoco de la reclusión.
Pese al dramatismo de los temas, Lucía Berlin alivia el desasosiego del lector con un estilo en absoluto hiperbólico. Las descripciones son serenas, pausadas, dotadas de una fascinante capacidad de observación y en ocasiones de un inesperado sentido del humor: “a porrazos y a bofetadas”, “y a mí que me zurzan”.
“En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados”. Así comienza uno de los 43 relatos que componen esta póstuma selección, así de bellamente puede expresarse la agonía de la adicción. Beber, escribir, dos maneras inexorables de enfrentarse al mundo: negro sobre blanco.
Fernando M. Vara de Rey