Las lluvias habían cesado concediendo una pequeña tregua a la tierra de color ámbar, empapada por hallarse inmersa en plena estación de lluvias. La temperatura superaba ligeramente los 30 grados pero, a veces, la humedad tornaba casi irrespirable un aire puro y limpio, fresco, de ese que cuando acaricia la cara y ondea el pelo, parece rejuvenecer el espíritu de quien lo respira. Ese aire que mece suavemente la exuberante vegetación verde que crece de manera silvestre tapizando toda la superficie de la tierra, hasta donde los ojos alcanzan a ver.
Pero el gran portalón de madera que daba entrada a la iglesia, se cerró a cal y canto, y allí dentro, hacinados durante once largos meses, la sensación de sentir la lluvia y el aire fresco, y de abrazar con la vista el verde horizonte infinito, llegaron a convertirse en una ilusión, casi en un sueño.
El 30 de junio de 1898 un pequeño destacamento militar español, conformado por poco más de 50 hombres, quedó sitiado por una fuerza diez veces superior en la iglesia de la localidad filipina de Baler, en la isla de Luzón.
Aquel puñado de hombres españoles fue sometido al terrible azote del fuego de los cañones y de los fusiles de los filipinos que se habían sublevado contra la Corona Española; así, sitiados y sin apenas posibilidad de reponer víveres, afrontaron valerosamente el asedio, plantando cara al enemigo, a la enfermedad, a la desesperación, y al hambre.
Fuera de aquellos muros recios, los acontecimientos bélicos internacionales habían virado rápidamente, por ello, sin creer que la guerra había acabado, continuaron luchando fieles al cumplimiento de su deber y a la misión que allí les había llevado: defender hasta las últimas consecuencias la bandera española que permanecía, ajena a las circunstancias, ondeando en lo alto del campanario.
Fueron múltiples las intimaciones de rendición del enemigo, quienes incluso llegaron a utilizar a un niño portando una carta para ablandar la defensa de los asediados. También fueron numerosas las órdenes de los comisionados españoles para que abandonaran su inútil resistencia; pero ellos las desoyeron pensando que se trataba de una treta para sacarles de su posición, logrando mantenerla durante 337 días en condiciones verdaderamente infrahumanas, y escribiendo, de este modo, una de las páginas más brillantes de la historia militar de España. Tanto es así, que este episodio de resistencia es aún, hoy en día, analizado y estudiado en diferentes academias militares de todo el mundo.
Aquellos héroes, los últimos de Filipinas, defendieron en una situación límite el honor y la memoria de todos aquellos compatriotas que murieron por España en tierras lejanas. Ellos se ocuparon de recordar al mundo por qué España forjó uno de los mayores imperios conocidos por el hombre.
Aquel puñado de soldados españoles, aquellos héroes fueron quienes en unos tiempos profundamente amargos para nuestra nación, tras la pérdida de Cuba y Filipinas, dieron esperanzas al pueblo español que vivía con el ánimo completamente hundido, una auténtica tragedia nacional, y buscaba un halo de esperanza ante los últimos episodios de derrota y deshonor.
Algunos se han atrevido a afirmar, no sé si con el atrevimiento que supone la ignorancia o con la intencionalidad de tergiversar nuestra historia para denostarla, algo tan común en España y, sin embargo, inconcebible en el resto de países del mundo, que aquel grupo de medio centenar de hombres estaban locos, pero no… No estaban locos aquellos soldados españoles, sabían cuál era su deber y no dudaron en cumplirlo con creces. Querían resistir, mantener el tipo, por ellos y por España.
Mantuvieron la posición porque era su deber, ni siquiera fueron conscientes de estar haciendo algo heroico y, sin embargo, dieron una lección de compromiso y de amor por España, tan grande y generosa que rubricaron uno de los episodios más gloriosos de la historia de nuestro país.
Aquellos soldados arriesgaron su vida por España y por los intereses de todos los españoles y hoy es justo reconocer su heroicidad y manifestar públicamente nuestro orgullo por todos y cada uno de ellos.
Un reconocimiento y un orgullo que naturalmente hago extensivo a cada soldado español que a lo largo de la historia ha dado su vida por defender nuestra nación y, naturalmente, a todos aquellos miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad que hoy son la mejor representación de España y de nuestra bandera, en cada rincón del planeta al que acuden en alguna misión.
El día 338 el portalón de madera de la desvencijada iglesia de Baler volvió a abrirse para dejar entrar un soplo de ese añorado aire fresco y limpio y, a la vez, para dejar salir con la cabeza bien alta, a aquel grupo de soldados españoles supervivientes, que llegaron de reemplazo y, sin pretenderlo, se convirtieron leyenda.
Borja Gutiérrez