lunes, noviembre 25, 2024
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Amores que matan

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No nos interesa el embrujo de las drogas, nos desagrada cualquier atisbo de crueldad, procuramos sortear la confusión y el desorden. Pero algún hechizo ha de tener el caos, al menos en su expresión artística. Porque nuestra fornida memoria cinematográfica se alimenta de un rimero de escenas que nos fascinan pese a su membrana violenta. El lenguaje de los bajos fondos, los códigos de honor, los ritos de iniciación, las traiciones a flor de piel,  la vida sin escrúpulos, despiertan en nosotros una instintiva sugestión muy ajena al anhelo cotidiano de sosiego.

Sus protagonistas son codiciosos, inmisericordes, sanguinarios. Pero es habitual que sus creadores les insuflen de una humanidad contradictoria. Son almas de dinamita que sin embargo conservan una devoción mayúscula por su familia. Es su afán desmedido de protección lo que les lleva a la delincuencia, aunque tal afán es paradójicamente su único resorte de redención.

Naturalmente la eclosión de las series no es ajena a este fenómeno. “The Wire” y “Breaking bad” nos sobrecogieron –además de por su originalidad, guiones, y realización- por la recreación de un mundo sórdido y unos personajes vulnerables en el que de nuevo los lazos familiares resultaban determinantes. Como en tantas obras precedentes, Walter White conculca las buenas prácticas en el impulso de proteger a su mujer embarazada y a su hijo discapacitado, a los que acaba arruinando moralmente. Nada muy lejos de la ética de doble filo que practicaba la saga Corleone.

Es esa fibra evidentemente patológica que ondula entre  el amor a los propios y la aversión a los ajenos la que anima “Narcos”, la producción estadounidense que en veinte episodios distribuidos en dos temporadas recrea la crónica de sucesos del celebérrimo Pablo Escobar. Una serie convulsa y adictiva con el toque brasileiro que aportan la dirección entre otros de José Padilha (“Tropa de Élite”) y el papel protagonista que desempeña Wagner Moura con un excéntrico acento bahiano que se contrapesa con una escalofriante manera de mirar y de callar.

En realidad la serie empieza narrando el auge del negocio de las drogas, explicando sus orígenes andinos y su infausta llegada a las selvas de Colombia y de allí al mercado en alza de los Estados Unidos. Los comunistas del M-19, los guerrilleros de ideario marxista-leninista de las FARC,  los anticomunistas de la Autodefensa, componían un enjambre furioso al que se agregaron los carteles de Cali y Medellín.

Hijo de esta ira fue Pablo Escobar, eje del relato que va trazando “Narcos”. A través de diversos recursos narrativos como la inclusión de imágenes y referencias reales o la voz en off de un agente de la DEA con la misión de su derrota, se van reconstruyendo los hechos y se va esculpiendo la imagen temible de Escobar desde sus inicios. La fundación del cartel, su complicidad con su primo Gustavo, el afán de blanquear su imagen alimentando una carrera política que le lleva a ocupar fugazmente un escaño en la Asamblea Nacional. En aquel tiempo Escobar iba amasando una de las grandes fortunas del mundo, y concitaba la simpatía de los humildes quienes le consideraban el “Robin Hood paisa”.

Su poder era tan inmenso que se ofreció a pagar la deuda externa de Colombia, y con presiones que incluyeron el secuestro colectivo doblegó la resistencia del Gobierno del presidente Gaviria hasta lograr que se anulara el tratado de extradición a las penitenciarías norteamericanas de los encausados por narcotráfico: “mejor una tumba en Colombia que una celda en Estados Unidos”. Como contrapartida del acuerdo Escobar decidió entregarse pero reconociendo solo algunas de sus fechorías y cumpliendo una singular condena en “La Catedral”, una prisión construida por él mismo desde la que custodiado por sus propios hombres seguía dirigiendo sus tenebrosas operaciones.

Si la primera temporada de “Narcos” narra el paulatino ascenso, la segunda se detiene en la súbita caída. La presión policial y la heterodoxa organización criminal denominada “Los Pepes”, a veces en oscura alianza, fueron acorralando a un Escobar cuya muerte tenía un precio. A su alrededor apenas permanecían sus leales –Blackie, la Quica, Limón,…- así como su esposa, madre, e hijos. Es la familia venerada, a la que observa a través de un telescopio en su reclusión y por la que llega a hacer arder un manojo de billetes a fin de calentar el hogar. Una desasosegada contradicción en quien maneja los resortes de la sociedad bajo el desafiante “plata o plomo”, destruye en vuelo un avión de pasajeros, o es capaz de abatir a palos a uno de sus socios por una ligera sospecha de robo.

Hay amores que matan, patrón.

Fernando M. Vara de Rey

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