La política es una actividad noble de entrega a la cosa pública o “Res Publica” cómo decían en Roma. Una búsqueda del bienestar colectivo. Ciertamente, hay quienes sólo se preocupan por enriquecerse. Sin embargo, la mayoría de los políticos no pertenecen a esta categoría, aunque una sola mancha destroza, en esto como en otras cosas, cualquier traje.
Con el paso de los siglos, y a trompicones, la política se ha democratizado más. En la Roma republicana se dedicaban a ella especialmente las familias patricias, su nobleza, aunque otros estamentos sociales también eran actores. Se estilaba tener un «Cursus Honorum» que reflejaba, en principio, una progresión en las responsabilidades, un historial del que no solía estar ausente servir en las legiones.
Tener un título nobiliario justifica un escaño en la Cámara de los Lores británica. No así aquí ni en otros lados. Por eso complace ver en nuestro país quienes de alta cuna se dedican, como uno más, a la política. España es de todos. El acceso a la política en beneficio de la comunidad, con sus sacrificios, no está ni reservado ni vetado a nadie, al igual que la Función Pública que sirve al Estado.
En la Roma antigua, el paso de la Republica oligárquica al Imperio con Octavio, «Princeps” y “Augustus», significó un mayor acceso de su clase media a la política porque Augusto favoreció la permeabilidad social. Fue la «Revolución romana», como la calificó en un magnífico libro el historiador británico Ronald Syme.
La culpa del fin de la República la tuvieron en gran medida las familias patricias que antes cercenaron una mayor democratización y se enfrascaron en varias guerras civiles. No saber entenderse democráticamente puede apelar otras soluciones que encumbran a gente como, hoy en día, Putin, Erdogán, Al Sisi, Maduro o los Castro. Deberíamos tener la lección aprendida. Ya sufrimos a Franco. Sería el colmo que nos tocara ahora un estrafalario Chávez con coleta.
Satisface ver, pues, como acceden a la vida política aquellos que antes no podían hacerlo por motivos de clase, ideológicos, religiosos, de género, o fortuna, entre otros. En este sentido Esperanza Aguirre simbolizaba un legítimo interés aristocrático por participar en el debate político. Sus convicciones satisfacerían a unos más que a otros, pero dentro del respetable ejercicio de la confrontación de ideas.
Sin embargo, las cosas se tuercen a veces. Por culpa propia o ajena. No importa. Lo esencial es saber asumir la responsabilidad política y es malo hacerlo tarde, que te echen o que te fuercen el mutis por el foro. Seneca, un estoico, llegó, probablemente, tarde con su suicidio provocado por la acusación de Nerón de haber conspirado contra él. Podría haberlo cometido antes al comprobar que su pupilo, ya Emperador, había traicionado sus enseñanzas. La nobleza de la propia decisión puede quedar empañada por la tardanza.
Muchos recuerdan ahora que el propio ascenso de Aguirre empezó con el Tamayazo sin perjuicio de que antes fuese, con Aznar, Ministra de Cultura o Presidenta del Senado. Sin embargo, el Tamayazo representó una recompensa a traidores, al revés de lo que hizo el General romano Quinto Servilio Cepión negándose a pagar a los asesinos de Viriato.
La aceptación del trofeo ensangrentado por los cuchillos alevosos de dos tránsfugas socialistas acogidos por empresarios afines al Partido Popular no fue elegante. Naturalmente, dirán bastantes, en el ruedo político la elegancia escasea. Entonces, metidos en faena trapera, no debe sorprender la posterior manipulación de los batracios circundantes, renacuajos desleales amontonándose ante una vista aparentemente nublada y alejada.
Los velos se rasgaron en realidad hace tiempo. Dicen que no hay más ciego que el que no quiere ver y más sordo que el que no quiere oír. Hace mucho que la vergüenza por lo ajeno debió prevalecer. Cuando hay que marcharse conviene hacerlo, además de rápidamente, del todo, no a medias. Renunciar a la presidencia del partido regional y conservar el escaño municipal fue, por lo que hemos visto, insuficiente.
Ahora la despedida es más amarga ante la deslumbrante traición de los pretorianos. Los tribunales repartirán responsabilidades penales entre las numerosas ranas aupadas que abusaron de la confianza de su reina. Sin embargo, la responsabilidad política estaba servida y demandada desde hace eones por observadores más escrupulosos. Todo ello no impide, sin perjuicio de este triste final, reconocer favorablemente su vocación política a una aristócrata que bajó al ruedo político a fajarse como una más por sus ideas.
¿Acercarán los escándalos del PP madrileño el fin de Rajoy? ¿Nunca supo tampoco nada de nada ni de nadie? ¿Ni de Bárcenas?
Mientras tanto, en Francia, los ni-Le Pen, ni-Macron ganan terreno. Incautos que, en realidad, pueden acabar favoreciendo la extrema derecha. ¡Genial! Tontos hay en todas partes….
Carlos Miranda es Embajador de España
Carlos Miranda