Decía Mishima que los calculadores son unos cobardes porque siempre actúan en función de la pérdida o la ganancia, es decir, calculan el riesgo. Hoy parece que muchos intelectuales, o sedicentes, no se quieren mojar. Este silencio es clamoroso en lo que respecta a los movimientos secesionistas en Cataluña. O el silencio de las intelectuales feministas respecto al integrismo islámico. Casi nadie dice nada, unos evitan el tema para no indisponerse con la Generalitat, otros, para estar a bien con el gobierno central o para mantener la «corrección» política. Tanto da.
Así, nos sorprende cómo antiguos marxistas abrazan el secesionismo pequeño burgués tal si fuera la revolución en marcha. Podrían leer algo a Gramsci sobre los regionalismos sardos y sobre el desprecio del norte italiano hacia los meridionales. O incluso leer un poco -poco, para que no se resfríen- a Lenin.
Como también nos sorprende que muchas feministas critiquen más a la Iglesia católica que al Islam.
Es cierto que el papel de los intelectuales ha ido decreciendo en España y que su influencia en los círculos del poder es casi nula, pues los gobernantes parecen cada día mas ágrafos e iletrados (¿leen libros los ministros y los consellers?).
Con gobernantes de este calibre es natural que la intelligentsia ya ni se moleste en influir, ni en tomar partido, no vayan encima a ser desterrados de los salones y de los medios de comunicación, por díscolos. O del país, como le sucedió a Unamuno, que sí tomaba partido y fue desterrado a Lanzarote por el general Primo de Rivera. Pero eran tiempos en que los pensadores y escritores participaban vivamente en la vida pública. Hoy, ya nadie se compromete y cuando lo hace, como Lluis Llach, es para ejercer de comisarios políticos y no de pensadores.
Cuando vemos el papel de algunas editoriales en la postguerra italiana, en Francia, en la cultura británica, da cierta nostalgia de aquellos tiempos en que se apostaba, no tanto por la pérdida o ganancia comercial, sino por marcar u orientar el pensamiento, el conocimiento. Así fueron Le Seuil, Gallimard, Einaudi, Barral, Penguin, Faber, Muchnik, y muchas otras. Hoy, las grandes editoriales lo que quieren es sobrevivir, no quebrar. Y con el mínimo compromiso.
Los políticos españoles ya no tienen quienes les escriban. Les basta con ser registradores de la propiedad, notarios o abogados del Estado. Al igual que los intelectuales, cuanto menos contacto con la sociedad, mejor. Les basta con escucharse a sí mismos, reescribirse y sobreescribirse. Todos calculando pérdidas y ganancias, por si acaso.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye