Hace dos siglos, el siete de mayo de 1817, como consecuencia de los compromisos adquiridos en el Congreso de Viena, España aceptó devolver Olivenza a Portugal. Allí estuvo España, convidada de piedra a pesar de que había derrotado a Napoleón (con la imprescindible ayuda de Wellington). En el Congreso tuvo una presencia desastrosa y poco profesional. La diplomacia española era de aficionados. Pero, en todo caso, fue un acuerdo que jamás se ha llevado a efecto. Olivenza sigue siendo de la provincia de Badajoz y la Comisión de Límites del Ministerio de Asuntos Exteriores, o como se llame, no ha hecho nada por avanzar en la solución del desacuerdo. Algunos portugueses, agrupados en el Grupo de Amigos de Olivenza, GAO, han recordado la efeméride y nada más. España ha jugado desde hace dos siglos la táctica del hecho consumado, una especie de «encogerse de hombros» diplomático que nunca cambiará.
Olivenza fue tomada por las tropas de Godoy el primer día de guerra, el 19 de mayo de 1801, por un ejército de cuatro mil soldados contra doscientos milicianos de Olivenza. Era el comienzo de aquella luctuosa Guerra de las Naranjas que engolosinó a Godoy con el título de Príncipe de la Paz y Rey de los Algarves, prometido por Napoleón. Siete años más tarde, las tropas napoleónicas invadían toda la península.
Tengo algunos amigos que siguen aferrados a esta reivindicación territorial y a los que nadie hace caso, ni siquiera en su patria. Hablar de Olivenza, u Olivença, es un tabú a ambos lados de la frontera. El puente de Ajuda que la unía con las ciudades portuguesas sigue en ruinas desde que fue volado en aquella guerra de tres semanas, aunque afortunadamente hoy ya existe otro puente paralelo que permite comunicar las dos orillas.
Olivenza es nuestro Gibraltar, ciertamente. Conlleva, además, una importante carga sentimental que en el caso del Peñón no es, ni mucho menos, tan evidente. Para comprobarlo, basta con que uno entre un día en el palacete neomudéjar que alberga la Casa do Alentejo en Lisboa y se instale con calma, alejado del mundanal ruido, en los mullidos sillones de viejo cuero del salón Olivença, saboreando sin prisas un porto añejo. Al rato, por muy insensible que el visitante tenga el corazón, la añoranza por la villa perdida le provocará una melancolía profunda que, en ocasiones, puede llegar a esa desazón completa que ya describió magistralmente el añorado Antonio Tabucchi.
En esos silencios meditabundos de la Casa do Alentejo es precisamente donde se han fraguado algunas de las propuestas más innovadoras y creativas para resolver, de una vez por todas, el conflicto de Olivenza. No se trata, ni mucho menos, de seguir los pasos del GAO, cuyos miembros, a pesar de la veteranía algo excesiva que ya les caracteriza, no han dudado en llevar a cabo audaces golpes de mano, cambiando la rojigualda bandera del Ayuntamiento de Olivenza, para izar al amparo de la noche la airosa enseña de nuestra República. Muy al contrario, una de las ideas que se nos ocurrieron fue proponer al Rey de España que creara el Señorío de Olivenza, con Grandeza de España, que sería otorgado a quien asumiera las funciones de Presidente de la República Portuguesa. Se crearía, de alguna manera, aunque sólo fuera simbólica, una especie de nuevo co-principado europeo que ayudaría no sólo a resolver el enfrentamiento estéril entre los dos países ibéricos, sino que, recurriendo al fasto y vistosidad de las ceremonias oficiales de toma de posesión cada cuatro años, celebradas con la vistosidad que caracteriza tanto a la corona española y tanto gustan a nuestras autoridades nacionales, atraería la atención del mundo entero sobre unas regiones tan necesitadas de interés como son el Alentejo portugués y la Extremadura española.
Rui Vaz de Cunha