Hace ya algunas semanas que el buen tiempo también debería haber llegado a los países nórdicos. Sin embargo, un ambiente desapacible, a ratos gélido, casi siempre grisáceo, se aferra con fuerza en los muchos vericuetos medievales de Tallin. Igual que ocurre durante los largos y oscuros meses del desangelado invierno estonio, son muy pocos los transeúntes que se aventuran por las callejuelas del centro histórico. Aquí y allá, algún grupo de turistas parece buscar cualquier local abierto donde guarecerse. A pesar de los esfuerzos por levantar los ánimos de la que podría haber sido una alegre banda, apenas un puñado de jóvenes sigue una actuación que, tal vez, merecería mayor reconocimiento.
Los días son largos, demasiado largos, en esta época del año. En esta ciudad, a uno le invade esa cierta angustia melancólica, que como una inesperada racha de viento polar, aguarda al paseante, agazapada en cualquier esquina traicionera cuando deambula por las calles de las capitales bálticas. S trata de esa melancolía que pretende acabar, ya que no con una salud acostumbrada a los suaves climas del sur de Europa, sí al menos con su precario equilibrio anímico, amargándole las muchas horas que quedan hasta que el sol, cansado de tan interminable día, consiga por fin ponerse apenas un rato, tras las doradas neblinas de Occidente.
En estos desapacibles días de Tallin, que también podrían ser de Helsinki, Riga o Estocolmo, es cuando uno se acuerda de Ángel Ganivet y de su contumaz suicidio en las aguas del Duina, en aquel ocaso de 1898. Todos recordamos cómo Ganivet, cónsul en Riga, se lanzó a las gélidas aguas una primera vez, siendo rescatado todavía con vida, para, apenas recobrado el sentido, volver a lanzarse de nuevo, esa vez pereciendo sin remedio.
Mucho se ha especulado sobre los motivos que impulsaron a Ganivet, a la sazón en la cumbre de un rotundo éxito literario. Sus novelas, y sobre todo su Idearium español, habían alcanzado gran fama internacional. Algunos señalan que la tormentosa relación con su amante no fue ajena a ese impulso. Otros han sospechado que por detrás habría ciertas conspiraciones en las que estarían envueltos el barón von Bruck, diplomático alemán, y un sospechoso cónsul zarista en Gibraltar, con quien Ganivet hubiera debido entrevistarse al día siguiente de su muerte.
Tras unos días en estas tierras del norte, uno sin embargo se inclina por sospechar que el suicidio de Ganivet pudo no deberse tanto al despecho de un amor traicionado, o a las intrigas diplomáticas que buscaban aprovechar las migajas de lo que entonces todavía quedaba del imperio español, como a un estado de profunda melancolía provocada por las brumas del Báltico.
Ignacio Vázquez Moliní