Lord Byron es, sin duda, un referente mítico, tanto por su literatura como por su personalidad. Poeta itinerante, en su vida no faltaron excesos, lujos ni escándalos, antes de morir de malaria, a los 36 años, en Grecia. Perdónenme, pero amo a Byron, aunque no voy a dedicar mi columna al autor de Don Juan; tan solo tomaré prestadas sus palabras, por ilustrar las mismas el tema que me ocupa hoy: la reacción airada y el comportamiento nada institucional de Cristina Cifuentes y su nuevo PP en la Asamblea de Madrid, ante la comisión que investiga la inagotable corrupción del partido que lidera.
Así pues, por boca de Byron y para iniciar mi crónica, diré que “El mejor profeta del futuro es el pasado”. Y el pasado de Cifuentes es, qué duda cabe, doña Esperanza Aguirre, aquella “condesa de la Mamandurria” -dimisionaria en dos tiempos- que, acosada por los escándalos de corrupción que acabaron con sus más íntimos colaboradores procesados o en la cárcel, dejó primero su jefatura del PP en Madrid y, más tarde, su acta de concejal y, en consecuencia, su puesto de portavoz municipal del PP en el ayuntamiento de la capital.
Deseo significar –para que otras vayan tomando nota- que Aguirre no ha sido sometida a proceso penal alguno ni acusada de nada, siquiera policialmente. Dimitió, tarde y mal, pero por mera y rotunda responsabilidad política, pues ciertamente no era digerible haber elegido al equipo de colaboradores más corrupto y encausado de España (y probablemente de Europa) y seguir en la “mamandurria”; palabra, por cierto, a mi entender malsonante y fea que ella misma popularizó para referirse por supuesto a los demás. Así era ella: genio y figura hasta la sepultura, política, claro está.
A mi modo de ver, uno de los artífices de la caída a los infiernos de Aguirre fue el diputado en la Asamblea de Madrid y portavoz adjunto de Ciudadanos (C's), César Zafra (Salamanca, 1984). Zafra, un gran activo Ciudadano, con su estilo directo, incisivo y sobrio, golpeó y derribó dialécticamente a Aguirre en su día, durante su comparecencia ante la Comisión de Investigación con simples pero demoledoras preguntas:»¿Cómo puede ser que mientras el PP de Madrid hacía y deshacía repartiendo sobres no supiera nada como presidenta? ¿Qué ha hecho usted para impedir la corrupción?”
Ahora, la diana de su discurso, de su narrativa acusatoria y letal, era Cristina Cifuentes, ese presunto icono de la honestidad, esa supuesta imagen de la transparencia y la decencia que, sin embargo, ya nunca más se sentirá cómoda en su impostado papel virginal, simplemente porque era falaz. Cervantes lo tenía claro: “Adonde interviene el favor y las dádivas, se allanan los riscos y se deshacen las dificultades”.
La bronca televisada el pasado día 2 entre la presidenta de la Comunidad de Madrid, la airada Cristina Cifuentes, y el hábil diputado naranja, César Zafra, en la sesión de la comisión de la cámara autonómica madrileña que investiga la corrupción en el PP de Madrid -después de que la Guardia Civil, a través de la Unidad Central Operativa (UCO), la implicara en la financiación ilegal del PP madrileño- ha puesto de relieve que Cristina se sintió muy molesta, incómoda, nerviosa e irritada explicando su actuación respecto a la corrupción en su partido.
Cifuentes, acompañada por un séquito de palmeros formado por más de cincuenta personalidades “populares”, apareció vestida de blanco impoluto y luciendo en su pecho la medalla que, en 2015, le impuso el benemérito cuerpo.
Apelando a cuestiones personales para acreditar su honradez, como ser hija de militar y muy amiga de la Guardia Civil, pero en un tono alejado por completo de lo que se espera de la presidenta de todos, decidió hacerse “la rubia” (no decidió nada, no recuerda nada, no cuestionó nada), como diría ella, en un comentario ciertamente machista sobre sí misma y sobre el papel de la mujer en la vida pública (y en la vida cotidiana), que reproduce el estereotipo sexista y, con ello, alimenta su perpetuación.
Ante las preguntas del diputado naranja, Cristina se transfiguró y, descompuesta, mostró su perfil más hosco y crispado ante la corrupción que le atañe, como lideresa de los populares madrileños, para intentar explicar, por ejemplo, su participación en la turbia adjudicación de los contratos de la cafetería de la mismísima Asamblea de Madrid, durante los años 2009 y 2011, cuando precisamente ella era miembro del comité de expertos, vicepresidenta primera de la Institución y, para más escarnio, presidenta de su mesa de contratación.
El fin de la comparecencia era, entre otros extremos, aclarar los detalles de la citada adjudicación, pero Cristina señaló que no hizo valoración alguna y que “su única participación fue dar el visto bueno al informe del técnico”. Sobre su posición y actuaciones en Fundescam señaló que «no participó absolutamente en ninguna decisión de tipo económico». «Oír, ver y callar fue lo que usted hizo», le interpeló el agudo Zafra, con su cuidada imagen, sus gestos medidos, serenos, sus leves sonrisas y sus preguntas y apostillas implacables.
Y, sobre todo, he de decirlo, con esa camiseta bajo la chaqueta que, en su estampado, anunciaba una lúgubre profecía para la presidenta presuntamente inmaculada: “Winter is coming” (se acerca el invierno), en lírica y visual referencia a la serie Juego de Tronos. Y fue como si, de repente y sin quererlo, la chica que “se hacía la rubia” se hubiese vuelto morena, súbita e inexorablemente, ante los ojos de todos, abrasada, quemada por la sospecha y por los indicios policiales de criminalidad en su contra.
Cristina estuvo mal, muy mal; perdió las formas y su perfil institucional. Además de mostrarse indignada, se hizo la víctima y “la rubia”, lo que a mi juicio la desautoriza y debilita para liderar la comunidad más potente de España. «Siempre he actuado con honestidad e integridad», dijo, pero la realidad es que, después de una vida entera en política (20 años), en el PP y en Madrid, nadie puede creerse que fuera ajena a tan hediondo y extenso lodazal de corrupción generalizada.
Los indignados somos los ciudadanos, Excelencia; y las víctimas de tanto latrocinio, también. El trabajo de Ciudadanos en la Asamblea de Madrid, liderado por Ignacio Aguado, me parece digno de elogio. Y la estrategia, de oposición sin ambages, extraordinariamente acertada y necesaria para atraer a un electorado que debe saber que en el Partido Popular, lamentablemente para España, la corrupción es como un cáncer con metástasis que recorre todo su cuerpo y estructura, de la que, por cierto, Cristina Cifuentes siempre ha formado parte.
Zafra, un nuevo y valiente diputado, le ha quitado la careta a la antigua e insigne Cifuentes, la dama de blanco; y ya nada volverá a ser como antes. Para su consuelo le traslado, doña Cristina, la bella frase de Carl Rogers: “La curiosa paradoja es que cuando me acepto a mi mismo justo como soy, entonces cambio”.
Y al joven Zafra le muestro públicamente mi admiración y, ya me conocen, le regalo palabras que no son las mías, sino de otro, en este caso de Ambrose Redmon: “El coraje no es la ausencia de miedo, sino el juicio de que algo es más importante que el miedo”.
Ignacio Perelló