El flautista de Hamelín encandilaba con su música envolvente. Él desapareció, pero su flauta pervive y en política de vez en cuando alguien la toca y seduce a muchos ávidos de una melodía que haga olvidar enfrentamientos clásicos. Hasta que la cosa no da para más.
Emmanuel Macron encontró esa flauta con la que ha inaugurado una nueva fase política alejada, así lo pretende, de las tradicionales tensiones ente derecha e izquierda. Prevalece con Macron un centro amplio que va desde la misma derecha a la propia izquierda pasando por centristas clásicos, ecologistas e independientes.
Es esa tortilla francesa alargada y amputada de sus puntas por la que suspiraba Alain Juppé, un conservador inteligente, prestigioso y moderado que, en esto, ha influenciado a Macron aunque éste último venga del socialismo liberal francés y de la mano de François Hollande, un Presidente derrotado por las divisiones de su propio partido (cuando no te siguen todos los tuyos hay poco recorrido), por su discreción de la que quiso hacer normalidad (en Francia gusta que el Presidente se sienta heredero del Rey Sol) y por las adversas circunstancias derivadas de la Gran Crisis mundial económico-financiera (la suerte no siempre acompaña).
El que Macron apenas fuese conocido hace tres años cuando Hollande le hizo Ministro de Economía, que consiguiese la Presidencia en mayo apoyado en un “movimiento ciudadano” (En Marcha) transformado en partido político al día siguiente (La República en Marcha), consiguiendo pocas semanas más tarde unos 308 escaños que junto a los 42 que conseguirían sus aliados centristas (MoDem) sumaría 350 escaños sobre 577 (mayoría con 289), muchos de cuyos ocupantes son primerizos (75%), constituye, todo ello, para algunos, una revolución generadora de una profunda renovación de la clase política y de los esquemas político-ideológicos.
Este nuevo centrismo permitiría superar la clásica tensión dialéctica entre derecha e izquierda u otras análogas como entre casta y ciudadanos. En la actualidad, en Francia, la descomposición de la izquierda, un agotamiento de la derecha y el rechazo a la extrema derecha y a una izquierda radicalizada han facilitado que prevaleciera ese centro muy amplio irritado por dicotomías aparentemente insalvables.
En España, Adolfo Suárez también encontró esa flauta con la que interpretó la difícil partitura de pasar pacifica, ordenada y legalmente de la dictadura franquista a una democracia parlamentaria. Sin perjuicio de contribuciones constructivas que se hicieron a este objetivo a lo largo de un abanico que iba desde miembros del pasado régimen hasta aquellos refugiados hasta entonces en la clandestinidad, la tarjeta de presentación de su Unión de Centro Democrático fue la de situarse en un centro alejado de la dualidad que habían protagonizado las dos Españas hasta el extremo de una guerra civil.
Los vencedores no tenían ya futuro en una España que no quería ser diferente de las demás democracias occidentales. Tampoco hacía falta recurrir a los vencidos para liderar la construcción de la nueva España democrática. La UCD, un crisol centrista para quienes buscaban la equidistancia entre Tirios y Troyanos, era la mejor garantía para superar las peligrosas y dañinas tensiones del pasado.
La Transición se construyó también sobre dos resquemores que facilitaron la moderación, el entendimiento y el consenso. Por un lado, el de aquellos que temían un golpe de Estado. Por el otro el de quienes pensaban que hordas populares tomarían las calles. Los primeros tuvieron razón. Cuando los segundos comprobaron que su alarma no estaba justificada emigraron del centrismo de Suárez al conservadurismo más clásico de Manuel Fraga con su Alianza Popular, hoy Partido Popular. Deslealtades internas completaron la soledad de Suarez.
Suárez sirvió esencialmente para desmantelar la dictadura e iniciar la sucesión democrática. No pudo seguir tocando la flauta centrista pasada de moda con el retorno de un esquema más tradicional con una derecha y una izquierda amplias, aunque actualmente divididas, y un centro débil. A pesar de que reclama a veces la herencia de la UCD o amaga con ponerse en marcha, Ciudadanos no parece ahora en condiciones de importar “macronismo” alguno sin perjuicio de que un PSOE demasiado escorado, eventualmente, a la izquierda pueda permitirle captar votantes socialistas.
En otros países este nuevo esquema macronita tampoco existe. Lo vimos en las recientes elecciones británicas y lo veremos en las alemanas este otoño. El macronismo parece, actualmente, una excepción francesa y, quizás también, solo sea temporal. Napoleón I, Napoleón III y el General De Gaulle reflejan como en Francia en momentos cruciales se encumbra a hombres providenciales. Macron podría serlo. Solo el éxito de su programa, que pretende una moralización y regeneración política, un equilibrio entre rigor económico e inversiones y apostar decididamente por mucha más Europa (con un presupuesto, un ministro de economía y control parlamentario de la eurozona), mostrará si su modelo pervivirá en su país y si será exportable.
Carlos Miranda es Embajador de España
Carlos Miranda