En este mundo algo desquiciado que nos ha tocado en suerte, uno no se cansa de ensalzar el valor de las pequeñas cosas. Ese café que nos tomamos en cualquier rincón tranquilo, la lectura de un libro antiguo de cuyo autor poco sabemos, el paseo sin prisas hasta la oficina o de vuelta a casa, la charla con los amigos, sin mayor pretensión que la de pasar un rato agradable, aprendiendo por añadidura cualquier cosa inverosímil de esas muchas que ellos saben y uno ignora.
Son pequeños placeres que hacen algo más soportable el ritmo enloquecido de la vida diaria, las angustias y agobios de las ciudades en las que a la mayoría les ha tocado vivir y el sinsentido de muchas actividades que unos y otros nos vemos forzados a llevar a cabo para, con cierto decoro, salir adelante.
La taza humeante de un buen café, mucho antes de que uno compruebe que, en efecto, no se trata del brebaje que cada vez más a menudo se sirve al incauto, invita con su penetrante aroma a perderse en una ensoñación que evoca recuerdos de viejos y añorados tiempos. Recuerda uno aquellos cafés dulzones de Túnez, de amargos posos de la montaña del Líbano, o de suaves aromas casi ocultos de América Latina.
Al pasar las páginas de los libros de viejo, la mayoría humildes ediciones que no merecerían acabar con las tapas destartaladas y las hojas carcomidas por la humedad y el abandono, uno siempre encuentra un resquicio por el que se atisba, algo borrosa, como en esos espejos antiguos en los que el azogue va perdiendo sus reflejos, la imagen de quienes antes los leyeron. En uno que tengo al lado, al principio de un capítulo se lee con letra temblorosa de colegial travieso aquello de tonto el que lo lea. Y efectivamente, algo tonto ha de ser uno para a estas alturas seguir leyendo y disfrutando a Fernández Flórez.
En las charlas con los amigos se aprenden esas cosas inesperadas e inútiles que al poco tiempo uno olvida de nuevo sin remedio. Tal es el caso de quien no sólo te dice cómo se llaman esos árboles que con su sombra espesa hacen la charla todavía más agradable, sino que también te cuenta cómo llegaron desde lugares remotos, a bordo de los navíos de las expediciones científicas de unos ilustrados, a la vez que algo excéntricos, frailes del siglo XVIII.
En el paseo de camino a los quehaceres diarios, sin prisas que enojen, atascos que distraigan de los pensamientos propios, ni tan siquiera sufriendo los empujones inevitables del transporte público, uno tiene cada mañana la suerte de redescubrir el día, con todas las promesas que conlleva y que, por mucho que casi nunca lleguen a cumplirse, hacen que la existencia, y eso es lo realmente importante, siga abierta a cualquier posibilidad.
Ignacio Vázquez Moliní