Después de batir a Venus Williams en la final de Wimbledon lo primero que hizo la tenista hispano-venezolana Garbiñe Muguruza fue pedir un plato de jamón ibérico. Habría que agradecerle la victoria y alabarle el gusto. El significado profundo del menú de un deportista victorioso en un barrio del suroeste de Londres va más allá porque se habla últimamente mucho del producto en cuestión, algunos puristas se muestran preocupados.
Resulta que no todo el cerdo ibérico que se vende y consumimos procede de animales con ocho apellidos celtas, o greco-romanos, que decía uno como esencia de la identidad nacional. «Existen referencias anteriores a los romanos que mencionan los perniles de esta raza y el medio en el que se produce: 'las dehesas de iberia», va incluso más allá de Roma el Ministerio de Agricultura. Los orígenes remotos sin pruebas se encuentran en cualquier historia municipal y han impulsado la imaginación hasta para inventar la fundación no islámica de Madrid, pero volvamos al tema.
En los lineales del supermercado o en la charcutería de confianza, si eso existe, encontramos una diversidad que incluye derivados de cerdo ibérico supuestamente feliz por su dieta de bellotas y su vida correteando en libertad por las dehesas de España; aunque abunda más el alimentado con pienso y los que no han visto una encina en su vida. Aparte de alimentación y ejercicio, hay que añadir que existen cerdos genéticamente 100% ibéricos y como en la vida real cruces que rebajan el genoma del cochino hasta un mínimo del 50%, límite para poder llevar el nombre.
La horquilla de precios de los jamones más o menos ibéricos oscila de 100 euros el kilo a la cuarta parte; más el catálogo amplio de jamones serranos sensiblemente más baratos más las paletillas de todos los anteriores; más las políticas de precios de la gran y menuda distribución, que se nos escapa.
Descubrimos además que entre el blanco y el gris existe la raza Duroc, de origen norteamericano, más grande que el cerdo autóctono, color rojizo, que se cruza con generosidad con el ibérico. En este punto, estimado lector, estimado por haber llegado hasta aquí, dos advertencias. Una que detrás de la presencia frecuente del cerdo ibérico en los medios de comunicación sólo puede haber una guerra comercial, y uno no toma partido si no tiene intereses directos, como es el caso.
Alguien debe sentir amenazado su nicho de mercado, a pesar de que la industria cárnica va viento en popa, primer subsector agroalimentario, en crecimiento constante, exportamos más de 4.000 millones de euros anuales, con proyectos industriales constantes que despiertan el recelo ecologista por los olores y la gestión de los purines. Lo segundo es que la relajación genética y alimentaria del cerdo ibérico -cambio de normativa en 2001- es lo que nos ha permitido a la mayoría comerlo siquiera de forma esporádica.
Con esto sucede como con casi todo, parece haber existido una época dorada en la que el ciudadano medio consumía cincojotas a diario, cosa que no ha ocurrido ni en el pasado ni en el presente. Esa época imaginada del jamón de pata negra en todas las cocinas de España debió coincidir con los tiempos en los que la Educación era un ejemplo de excelencia, en contraste con la degradación actual, de contenidos y disciplina. Aquí también hay guerras comerciales, más disimuladas; y pereza generacional.
Pues resulta que en medio siglo la sociedad española ha pasado de tener 150.000 a millón y medio de estudiantes universitarios y la calidad de la educación no resiste comparación entre la que recibimos y la de nuestros hijos, a su favor claramente. En educación reglada y podríamos añadir progresos también en cultura gastronómica, comemos más y mejor, e incluso algún medio informaba recientemente que el número de cocineros prestigiosos ya ha superado al de cocineros normales. En un mundo híbrido y en progreso en términos históricos seguimos siendo bombardeados con la invención de la pureza de la raza en un pasado glorioso e inventado. Todo con tal de no disfrutar del presente mestizo.
Carlos Penedo