No están locos estos romanos que hace más de dos milenios erigieron un monumental teatro en Augusta Emerita, en la ciudad de Mérida. La cavea, la orchestra, las columnas forjadas en mármol, trazaron un magnífico conjunto desde el que se representaban tragedias y sátiras que entretenían y sutilmente labraban la conciencia del pueblo. Sin embargo la cristianización del Imperio anegó de una pretendida moralidad la creación y el talento en perjuicio, también, de las artes escénicas. En el siglo IV el Teatro de Mérida fue objeto de abandono y una polvareda de silencio sepultó su arquitectura durante más de quince siglos.
La restauración del conjunto, en el primer tercio del siglo XX, trajo consigo la celebración anual del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida que en este año celebra su edición número LXIII. Resulta justificado el suplicio de subirse a un tren que inexplicablemente tarda cinco horas desde Madrid y toparse al cabo con una temperatura de más de cuarenta grados. El malestar se alivia con la revelación de una ciudad imponente, de un palimpsesto trazado con tintura romana, musulmana, hebrea, visigótica. Durante dos meses la ciudad se consagra al teatro, los visitantes se multiplican y los espacios en ruinas reviven con el eco de entremeses de ocasión y de ensayos abiertos al público. Grecia en las tablas, Roma en el escenario.
En esta nueva edición una de las obras más esperadas era “Calígula”, muchos siglos posterior a la edad de oro del teatro clásico pero inspirada sin duda en los temas y personajes de aquélla. Sin duda la fuente directa de Albert Camus fue la imprescindible “Vida de los doce Césares” de Suetonio, historiador y biógrafo nacido en el año 70 por cierto al igual que Camus en lo que hoy llamamos Argelia. Uno de los capítulos de su libro recoge la peripecia de Cayo César, apodado “Calígula” ”a causa de un calzado de soldado que había usado en su infancia en los campamentos”. Suetonio hablaba del “príncipe” y del “monstruo”, describiendo con inquietante verbo la estampa de uno de los tiranos más sanguinarios que vieron los tiempos. “Condición feroz”, califica el autor a la naturaleza cruel de un César arbitrario, desleal, y demente.
Algunos de sus desmanes se trasladan al antológico texto de Camus: su falta de escrúpulos a la hora de yacer con las esposas de sus senadores, la instancia a sus verdugos de que aplicaran sus martirios pausadamente a fin de prolongar el sufrimiento, la antojadiza condena a muerte a un asmático cuya medicina decidió confundir con un antídoto o a un senador que afirmó ser capaz de entregar la vida por el César. Fiel al relato de Suetonio es también el punto de partida del drama, en el que los patricios extrañan la ausencia de Calígula, desaparecido tras el fallecimiento de su hermana y amante Drusila. “Nada”, exclaman hasta seis veces: “nada”, término tan habitual en la filosofía existencialista.
Porque Camus trasciende la mera crónica y se empeña en conferir un soplo de humanidad al despiadado Calígula. Renace el mito como víctima de su propia sensibilidad, de su inconformismo vital con la propia esencia del mundo: “los hombres mueren y no son felices”. La hondura de esta sentencia enciende en él una búsqueda irracional de lo absoluto –simbolizada en su anhelo de alcanzar la luna- que le lleva a la perversidad y al enajenamiento. Calígula recurre al asesinato, a la traición, al aniquilamiento de las personas y de los valores. Todo, “hasta el dolor”, carece de sentido.
Mario Gas adapta el texto de Camus con profundidad e ingenio. El drama transcurre en un escenario inclinado que parece emular la ética en picado de su protagonista pero también de los senadores acobardados y conformistas que le rodean. Su estética se nutre al parecer de la arquitectura del fascismo italiano, en tanto que su superficie queda horadada por una serie de ventanas simétricas que asemejan tumbas pareadas. Sobre ellas se sostienen los diálogos a veces lúcidos y a veces delirantes de Cayo con su fiel Helicón, con su amante Cesonia que resuelve acompañarle en su insensatez, con un Quereas que entre tanta destrucción es capaz de atizar un chispazo de resistencia moral. Notables los actores que encarnan tales personajes, en particular un enérgico Pablo Derqui que inspira temor y temblor en cada una de sus intervenciones.
Mario Gas desdeña por otra parte el vestuario de época así que el frac sustituye a la toga, e incluso se da una extravagante aparición de dos de los protagonistas en los disfraces chillones del Joker y La Máscara. Licencias de un director magnífico que transmite a la perfección el clamor existencial de Camus y afirma la contemporaneidad de su texto: “Todavía estoy vivo”, volverá a exclamar Calígula.
Fernando M. Vara de Rey