Laura (podría llamarse Teresa, Juan o María), sintió desde pequeña la necesidad interior de cuidar de los suyos y cuando, ya era una mujer adulta, lo hizo extensivo al resto, a los demás. Por eso se hizo enfermera.
Ahora trabaja en un gran hospital de Madrid, por un sueldo que no compensa los esfuerzos y sacrificios que realiza. Pero existe otra remuneración, otro salario (el de la vida), que es incluso más satisfactoria, aunque invisible: el agradecimiento de aquellos a los que cuida, la sonrisa de un niño que se recupera de su enfermedad o un accidente, los rostros felices de los familiares de la anciana que ingresó sin ganas de vivir y que ahora decide “tirar un poquito más”.
Todos los días, mantiene una lucha incesante consigo misma para no derrumbarse ante el dolor ajeno. Ante ese paciente irreductible que no da importancia a su situación, o que simplemente ha decidido que ya está bien de sufrir, pero al que hay que convencer que la existencia es un don que nadie debe rechazar. Laura siente miedo a equivocarse en las ordenes de los doctores: “al de la cama cuatro, dos miligramos de esto, al de las seis una píldora cada seis horas de tal medicamento”. Porque son muchos los pacientes y pocos los que los cuidan, y hay que realizar un trabajo agotador pero lucido, sin errores.
Como cuando está de guardia, y llegan las ambulancias con sus luces y sirenas trasladando a una chica que ha intentado suicidarse ingiriendo treinta pastillas, y hay que convencerla de que la vida merece ser vivida y ese novio que la dejó no merece la pena. O cuando cura las heridas de esa anciana a la que su propio hijo ha maltratado. O cuando hay que administrar sedantes a ese joven que ha tenido un accidente con la motocicleta, con varios huesos rotos y que chilla de dolor.
Pero lo peor viene cuando alguien fallece y todos los cuidados han sido en vano: “¡Doctor, el paciente de la dos no respira!”, y se intenta devolverle el hálito divino con toda lo que la ciencia médica ha aprendido desde Hipócrates, pero no hay manera y se le cierran los ojos en la oscuridad eterna. Laura no tiene tiempo para plantearse la muerte, pero si la vida y por ella lucha a diario sin desmayo.
Pero la vida sigue, y si hay tiempo para tomar un café con los compañeros, no se puede hablar de trabajo, sino de los niños, de la hipoteca y aconséjame que quiero comprar un automóvil nuevo, pero no me decido.
Y cuando Laura termina su turno, vuelve a su casa, con los suyos. Realizando ímprobos esfuerzos para que no noten que lleva el dolor cosido a su alma como un vestido viejo imposible de desprender. La vida tiene que continuar, al fin y al cabo, porque Laura es una profesional que intenta dormir y olvidar lo que ha visto, aunque en ocasiones no lo consiga.
Pero da lo mismo estar cansada, ya que al día siguiente se consagrará de nuevo a uno de los oficios más nobles que existen: cuidar a tu prójimo por encima de tus problemas, de tus vicisitudes e intereses. Porque Laura, no puede evitar un nudo en la garganta cuando un enfermo que ha estado a punto de morir, le dice: “En mi delirio, cuando la fiebre me consumía, vi un angel en mi habitación que me aferró a la vida. Era usted”. Entonces, se olvida el cansancio, la hipoteca, la factura de la luz, volviendo a sentir de nuevo el orgullo de servir humildemente y sin concesiones a los demás
Laura (podría llamarse Teresa, Juan o María), continuará intentando dar palabras de cariño, paliar el sufrimiento, formarse adecuadamente realizando cursos interminables. Y sobre todo, siendo humana, mucho más que humana: un angel cálido en una fría e impersonal habitación de hospital.
Gracias por vuestra dedicación y entrega.
José Romero