miércoles, noviembre 6, 2024
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Vivo en un país libre

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Vivo en un país libre, de los más libres que conozco, de los que conozco de primera mano y de leídas. No quiero vivir en un país donde se usa a los niños como escudos humanos con fines políticos. Vivo en un país libre y no quiero vivir en un país en el que los curas hagan homilías políticas y pongan banderas en los altares. Vivo en un país libre en el que puedo escribir lo que considere oportuno, incluso a mis amigos por whatsapp, sin que me sienta amenazado física y moralmente. Vivo en un país gozosamente libre en el que nadie me impone empezar los mensajes o las conversaciones con un “Heil Hitler” o un “Visca Catalunya Lliure”. Vivo en uno de los mejores países del entorno geopolítico, en el que voto en libertad y con regularidad y limpieza, y no con censos manipulados, amedrentamiento en la calle, urnas opacas –qué metáfora nos ha regalado Puigdemont y su banda de cerebros– y clima de guerra civil.

La raíz de la palabra “privilegio” viene de “ley privada”. En mi país somos libres y lo somos porque hay un principio: la ley es igual para todos. Hay un trozo de mi país que enloquecidamente quiere construir su futuro saltándose leyes, o haciéndose leyes privadas. En mi país, en el que somos libres, hay una conducta que nos reconforta y cohesiona: la solidaridad.

La frase no es mía, sino de un político socialista de la época de oro del socialismo moderno: “Allá de aquellos que, pudiendo tener una patria grande, se conforman con una patria chica”. Aquí la cosa no está en el tamaño, el político este también era un mago de las metáforas. El asunto va de que se están anteponiendo miserias locales y se usan como división traumática de una sociedad ante un proyecto que ha demostrado en 40 años su validez.

Si algo indigna en el desafío soberanista es el insulto con el que pretenden destacar su supremacismo absurdo y un punto xenófobo. El Estado de las autonomías ha producido desde hace 35 años una exaltación de la diferencia, como instrumento de reivindicación de lo propio. Del País Vasco a Extremadura, no se salva una, salvo quizás Madrid, que es tan de todos que sirve de pañuelo, papel higiénico, insultódromo, pagana y hasta cuadra en la que aliviarse, metafóricamente hablando. Decir que España no es un país libre en el que no se vela por los derechos civiles, individuales o colectivos es, además de una mentira y una villanía, un insulto.

Vivo en un país libre que está a la cabeza de los derechos civiles de las democracias más modernas. Que los hay más modernos, puede ser. Señálense, pero que alguien caiga en la cuenta del sprint que ha pegado España tras 40 años de agujero negro franquista y vea dónde estamos ahora. Somos tan libres y tan cojonudos, que quienes quieren destruirnos lo pueden hacer… libremente, claro, y casi con total impunidad. Sin el casi.

Deben reparar los exaltados y los salvapatrias del noreste de la Península Ibérica que, tras la porfía, seguirán estando en la esquina noreste de la Península Ibérica. Y, en el camino, habrán arrasado cualquier norma de convivencia con quienes comparten su espacio, no ya de soberanía, sino incluso físico. Y económico.

Cataluña ha sido definitivamente infectada con el virus que asoló Europa y provocó cientos de millones de muertos en el siglo XX. Han construido un movimiento retrógrado, contra la corriente de los tiempos, del siglo XXI. Trufado, además, de esencias carlistonas, de las que es solo un ejemplo el sermón de los curas ultramontanos que rezan por el 1-O con la estelada en los altares. Me recuerda tanto a Franco bajo palio… En mi país hemos conseguido que los curas respeten y se atengan a su espiritual ‘business’. Del mismo modo que los militares están en el suyo. Se ve que el éxito de los líderes del noreste de España es conseguir retroceder 40 años. O retroceder a las ensoñaciones románticas de lo que pasó en la década de los 30. Se ve que, de tan deformados que tienen los libros de texto, no saben cómo acabó esa deriva irresponsable y asesina. También le pasa a alguno de acento chulesco y castizo, pero de este y su grey hablaremos otro día.

Vivo en un país libre que es uno de los más sólidos puntales de Occidente. Un país en el que los que roban son detenidos, aunque pertenezcan al partido del poder, que suele cambiar de manos cada dos o tres legislaturas, no hay décadas de régimen convergente, a voluntad popular, de la soberanía nacional..

Un país encuadrado en Europa occidental, fiable aliado, bien visto por casi todo el mundo. Pero ojo, casi todo el mundo quiere decir que hay quien lo mira con ojeriza.

No es España un país que se busque enemigos en el concierto internacional. Solidario, poco agresivo, habitual de las misiones de paz, en las que nos dejamos un dineral y la sangre de muchos soldados. Pero hay quien está en sus miserias locales y no se ha percatado de que estamos inmersos en una enorme lucha de bloques por la hegemonía. De ahí sí proceden nuestros enemigos, que han visto el momento de debilidad y pegan donde más duele.

Hace solo un mes –¡un mes!– que unos yihadistas llenaron de sangre las calles de Barcelona. Hace un mes que la policía autonómica se lió a tiros con una célula yihadista en plena calle. Los yihadistas son unos. Venezuela y su órbita bolivariana –cierto que en decadencia por autoempacho de poder– son otros. Y Rusia, que está en guerra fría e híbrida con todos los miembros de la OTAN. ¿Qué participación tienen estos agentes en lo que está pasando en Cataluña? ¿Qué han pagado y facilitado a los enloquecidos líderes de la Generalitat? ¿En qué están apoyando? Nos costará saberlo, porque en Cataluña se ha decretado un todo vale, aunque con ello se arrase y humille a al menos el 50% de sus ciudadanos.

Vale usar niños como escudos humanos, vale hacer un referéndum manipulado, vale mentir, vale insultar, valer agredir, vale acosar, vale todo. Es la hora de los fanáticos.

De los que no quiero en mi país. España.

Joaquín Vidal

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