Hoy quiero hablarles de un hombre excepcional, íntegro y, sobre todo, valiente, muy valiente. Se trata de Melchor Rodríguez (Sevilla 1893, Madrid 1972), un político de clase obrera, sindicalista y de ideología anarco-pacifista que, no por casualidad (sino por su prestigio y por su actividad humanitaria durante la Guerra Civil Española), fue el último alcalde republicano de Madrid; es decir, fue quien -como primer edil de la ciudad- entregó su “cartera capitalina” a los alzados, a los autodenominados nacionales, una vez caída la plaza en 1939.
Hace no mucho que el pleno del consistorio madrileño, a iniciativa del grupo municipal de Ciudadanos, y por unanimidad, aprobó dar una calle de la ciudad a quien la historia ya conoce con el sobrenombre del “ángel rojo”, pese que a él tal apodo nunca le agradó; más bien, le pareció en su día del todo inoportuno. Se lo pusieron sus camaradas comunistas, precisamente por evitar la muerte de miles de personas, por defender el derecho a la vida de los presos, en su mayoría franquistas o gentes de derechas. No está nada clara la cifra de las vidas que salvó, pero fueron muchas: tal vez entre diez y veinte mil. Todo un símbolo. Todo un ejemplo. La certeza absoluta de que en la tierra hay hombres justos y buenos.
Sin duda, la guerra, sea la que sea y por legítima que se nos presente o nos parezca, tiende a convertirse en una sucesión de actos atroces e intereses espurios. Y Melchor lo tenía meridianamente claro: “por las ideas se puede morir pero no matar”.
Ahora, situémonos por un momento en la localidad madrileña de Alcalá de Henares, el 8 de diciembre de 1936, en la ciudad que sería declarada, más de cincuenta años después, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Pero volvamos al 36: las tropas franquistas han lanzado un intenso bombardeo sobre la que fue ciudad natal de Cervantes. El feroz ataque produce un importante número de víctimas mortales, en gran medida civiles, mujeres y niños. Los milicianos reaccionan enfurecidos, algunos con los cadáveres de sus deudos en los brazos. Están armados y ansían venganza. Desean entrar en la prisión, abrir las celdas de los presos “nacionales” y ajusticiarlos. A pocos meses de iniciadas las hostilidades, las noticias de ejecuciones sumarias y sin juicio son moneda común en ambos bandos de la contienda. Y los milicianos, tras la matanza aérea, se sienten legitimados para actuar.
Cuando turbas de hombres armados irrumpen en la cárcel y ya han superado una de sus puertas, aparece en persona Melchor Rodríguez, entonces Delegado de Prisiones del gobierno republicano. Subido a una mesa, entre gritos y abucheos, se dirige a los milicianos, sus correligionarios, para evitar la masacre. Le insultan, le empujan, le encañonan y le rompen la ropa. La situación se vuelve insostenible, pero Melchor no se amilana. Eso sí, ante su incapacidad para frenar a la turba con sermones, pone en marcha su ingenio y les dice a los asaltantes que, ya que van a entrar, quiere que sepan que ha ordenado armar a los presos políticos (cosa que, desde luego, no había hecho). El farol detiene el asalto y el valiente y audaz pacifista salva la vida de mil quinientos presos.
El personaje, quijotesco y valeroso, es admirable porque se enfrenta a las infamias de los suyos y se juega la vida por los demás y, más concretamente, por los “otros”, por los del bando contrario. Él había estado preso en muchas ocasiones y había exigido entonces el respeto por sus derechos humanos como recluso político. Alfonso Domingo ha estudiado a fondo a Melchor Rodríguez. En su obra “El ángel rojo”, el escritor y periodista ilumina el rostro del niño pobre andaluz, del barrio de Triana, hijo de un maquinista y una cigarrera, que queda huérfano de padre a la temprana edad de diez años, que quiso ser torero y que, sin embrago, se hizo calderero y chapista. Como anarquista y pacifista, destacó, sobre todo, por su formidable y audaz compromiso con los derechos humanos, especialmente con el derecho a la propia vida, convirtiéndose así en un auténtico salva-personas, en un verdadero héroe de carne y hueso.
Ya dijo el manco alcalaíno que “cada uno es artífice de su ventura” y, en tal sentido, Melchor fue, sin lugar a dudas, el gran hacedor de su imborrable y cinematográfica biografía. Para entender su figura y su enorme obra política hay que tener en cuenta, como señala el estudioso Domingo, que Melchor “Estuvo en la cárcel en treinta y cuatro ocasiones y con regímenes distintos: monarquía, república y franquismo”.
Frustró traslados de cientos de presos políticos a Paracuellos, acabando además con los paseos nocturnos que eran habituales en las prisiones, acompañó personalmente a caravanas de personas hasta la frontera y se llevó a condenados a muerte y a perseguidos a su propia casa, convirtiéndola así en escondite y refug¡o de represaliados. También salvó a muchos en colaboración con diversas legaciones diplomáticas o sacando directamente a los condenados de las cárceles, alegando que él mismo, como Delegado de Prisiones, ejecutaría las sentencias de muerte. Esta actitud le enemistaría con destacados comunistas de la Junta de Defensa, como Santiago Carrillo. Le intentaron matar muchas veces, le pusieron pistolas en la sien y en el pecho y acribillaron a balazos su coche yendo él dentro; pero nada le detuvo.
Previamente a la caída de la capital, Melchor fue nombrado alcalde de Madrid. Y, a pesar de su destacadísimo humanitarismo, fue encarcelado y sometido dos veces a Consejo de Guerra. Según la investigación de Domingo, antes de dictarse su sentencia de muerte, apeló en su favor el general y destacado político franquista Muñoz Grandes, aportando además una lista con unas 2.500 firmas de personas vinculadas al denominado bando nacional. Todas ellas alegaban haber sido salvadas por Melchor Rodríguez, el alcalde republicano de Madrid.
Condenado finalmente a veinte años de cárcel, cumplió solo cinco y siguió militando en sus ideas anarquistas, lo que le costó las represalias del régimen. Rechazó enchufes, cargos y ayudas de los franquistas a los que en su día tanto ayudó. A su funeral asistieron todos, desde los falangistas a los comunistas. Con estas líneas sólo pretendo honrar su memoria y, por qué no, rendirle mi tributo respeto y admiración obsequiándole con palabras ajenas: “Valiente es aquel que no toma nota de su miedo”, George Smith Patton.
Ignacio Perelló