El presidente de la Generalitat ha proclamado la independencia de Cataluña amparándose en los presuntos votos de 2,2 millones de paisanos. Cierto que luego la ha suspendido, en menos de 25 segundos, “por unas semanas”. Se antoja una enorme frivolidad en unos momentos que Miquel Iceta –el más brillante de los que hablaron este triste martes en el Parlament–, líder del PSC, ha definido como de “hora grave”. Lo es.
Se pide diálogo, pero no se sabe de qué hablar. “Lo nuestro no funciona” ha llegado a decir Carles Puigdemont en un deprimente discurso. La suspensión busca “un diálogo”, el problema es que no se sabe de qué se va a hablar. Ha sido un discurso deprimente, en el que ha intentado legitimar una declaración de independencia en base a una lista de agravios más bien recientes. Qué poco ilusionante, basar un futuro en “una recentralización”. ¿Así acaban siglos de historia, por eso se abre una cicatriz, otra, en el corazón de Iberia? Deprimente.
Quizás el mejor síntoma del poco tino de Puigdemont en esta “hora grave” es que nadie está de acuerdo con lo que ha hecho. No lo están los Cuperos, ni lo estarán nunca, hasta que no acaben con cualquier atisbo de vida occidental e inteligente. Su 'pack' trae estalinismo, crianza en tribu, colectivización de los medios de producción y cierta oscuridad cromática, tanto en los atuendos como en las perspectivas de libertad.
Está mal apuntarse medallas, pero este diario, tras las últimas elecciones catalanas, tituló: “Mas deja Cataluña en manos de la CUP”. Puestos a lograr consensos, seguramente la afirmación de que Anna Gabriel, David Fernández y su banda son lo más opuesto al “seny”, sea la que más apoyos recabe.
Me ofende en lo personal, y ve que a muchos compatriotas míos también, que Puigdemont haya comprado ese discurso que viste a la democracia de España de la oscuridad y la fiera leyenda negra maquinada por el inglés, eso ya se ha dicho. Resumir todos los agravios de ese discurso victimista en una diferencia sobre el Estatut y la recentralización es maniqueo. Sobre todo cuando Puigdemont manifiesta su hartazgo por un Estatut que afirma que “no se votó y no se quiere”.
Digamos la verdad, aunque escueza: el Estatut ese maravilloso que sería la panacea fue votado en 2006 por 1,89 millones de catalanes, el 35% de los llamados a votar. Era un asunto tan ilusionante y movilizador para los catalanes, que solo participó el 48% del censo, con una abstención superior al 51%. O sea, más de la mitad de los catalanes no se molestaron en ir a votar ese Estatut que, al negarse por sentencia del Constitucional en algunos artículos, condiciona algo tan grave como una declaración unilateral de independencia. ¿De verdad?
Los números son tozudos, más allá de las demostraciones callejeras. Dos millones doscientos mil votaron según poco fiables cálculos de la Generalitat, que fue juez y parte en este referéndum y ha mentido sobre tantas cosas. De un censo de 5,3 millones.
No me creo nada de los millones de los que se habla. Es como los 'Binladen', esos billetes de 500 que uno nunca ve y debe creer que están en circulación como dogma de fe. Ni los millones que van a la diada, ni los que votan en un pucherazo de referéndum, ni tampoco que un millón de personas este domingo acudiera a Barcelona a reivindicar a España.
Pero sí convendremos en que al menos la población de Cataluña está dividida en dos. O quizás en más partes, porque aquí cada cual tiene su opinión, algo tan español, perdónenme la broma. Y muchas de estas partes lo están pasando muy mal, con una tensión en la calle que a muchos le trae la memoria de aquellas ilustraciones que hablaban de las semanas trágicas. Y, oiga, en el siglo XXI, en un país razonablemente habitable, a eso no hay derecho.
Puigdemont se siente autorizado a declarar la independencia unilateralmente con estos mimbres y, en el mismo acto, en una torsión que le traerá problemas de columna en el futuro, pedir a la vez diálogo a todos los demás. Ya no se atreve a decir aquello de «los catalanes estamos unidos». Unidos a un destino trágico, en todo caso. la unidad no la entendió el gentío que se manifestó de rojigualda el domingo, ni los empresarios que huyen aterrorizados.
Hay quien cree que ser catalán es ser diferente. A estos efectos es especialmente terapéutico este monólogo de Albert Boadella. Yo creo que un catalán es como uno de Madrid, como otro de Sevilla, como uno de Nueva York y puede que uno de Tromso (Noruega). Básicamente todos somos iguales, con nuestras cosillas buenas y nuestras flaquezas. Pero si una cualidad le daba servidor a los catalanes de cierta edad, era ese acervo cultural y conductual que se llama el seny. Dígase “sein”.
Pues eso.
Joaquín Vidal