miércoles, septiembre 25, 2024
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El muerto que robaba toallas en los hoteles

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Agustín llevaba demasiado tiempo trabajando como recepcionista en el hotel Azteca de Ciudad de México, como para sorprenderse por algo. El establecimiento era lo que se dice cutre, desvencijado y sobre todo anticuado. Todo en él era arcaico, desde las lámparas, hasta la recepción; pasando por unas habitaciones decoradas por un enfermo terminal de aburrimiento. Pero curiosamente, siempre estaba al completo. Por el pululaban gentes de todo pelaje y condición, por lo que Agustín había desarrollado la habilidad de leer en los ojos de sus clientes. Con tan solo una mirada, sabía si era un prófugo de la justicia o un tipo desesperado que buscaba un lugar donde suicidarse. De hecho, cada dos o tres meses se ajusticiaba alguien en una de las habitaciones. Y no es que eso molestase a Agustín, que ya estaba acostumbrado a verles la cara azul y una lengua que llegaba hasta el suelo, pero era una incomodidad por el asunto de la policía, prestar declaración, tener la habitación cerrada hasta que el juez lo dispusiese y todas esas historias legales. En fin que perdía tiempo y dinero por un pinche que podía haberse tirado por un puente sin molestar a nadie.

Aquella noche del día primero de noviembre, festividad de los muertos; el viento soplaba en la calle con fuerza, amenazando arrancar los esqueléticos arboles urbanos de cuajo. Como era costumbre, sentado cómodamente en un sillón detrás del mostrador de recibimiento, ojeaba su periódico deportivo favorito. Aunque disponía de televisión, no solía verla, porque le aburrían los programas nocturnos de venta de herramientas mágicas o de una mujer vestida absurdamente, echando las cartas del tarot a gente que llamaba por teléfono. Lo que le gustaba de verdad, era leer los cotilleos de los futbolistas. Una superestrella se acababa de divorciar con el consiguiente escándalo por su infidelidad; otro se había lesionado el menisco y tenía para seis semanas, y cosas así. Agustín no era hombre de libros o cultura, pero era capaz de recitar de memoria la alineación del América Club de Fútbol de los últimos cinco años, lo que hacía de cuando en cuando en la cantina de su barrio, que visitaba en los días libres para tomar una cerveza con sus correligionarios de toda la vida.

Agustín, acababa de cumplir los cuarenta años de vida y estaba preocupado por una incipiente calvicie en la frente. Por lo demás, era un hombre alto que pasaba del metro ochenta, ojos negros demasiado juntos y mirada profunda. El rostro era anguloso, pero de mentón no demasiado prominente. Siempre iba impecablemente vestido, con un aseo personal digno de encomio. Afeitado y pelo engominado, resultaba un hombre poco atractivo pero con cierto aire misterioso. Y como ya he dicho anteriormente, aquella noche de viento, de hojas volando por encima de los coches aparcados y un continuo zumbido proveniente de las tuberías, levantó la mirada cuando la puerta se abrió y entró un cliente.

Lucía un aire mortecino, vestido todo de negro. El rostro pálido y la figura enjuta. Habló poco: lo justo para solicitar una habitación y pagarla al instante. Agustín vislumbró la muerte en sus ojos, percatándose inmediatamente de que aquel hombre venía a morir en su hotel.

-Por favor, no me sea puto y ensucie la estancia, que luego toca asearla-acertó a decir.

El hombre asintió realizando un gesto con la cabeza y recogiendo la llave, subió escaleras arriba. Convencido de que por enésima vez, tendría que avisar a la policía, continuó con su rutina diaria, volviendo con gesto adusto a la lectura del periódico.

No habían pasado dos horas, cuando la puerta se abrió y el viento, frio y despiadado recorrió la recepción, tumbó varios carteles, subió por las escaleras agarrándose a la barandilla y propinó un sonoro golpe en las ventanas del segundo piso. Alarmado, Agustín subió de dos en dos los escalones hasta topar con la habitación del último cliente. La puerta estaba entreabierta. El recepcionista la empujó levemente hasta que se abrió.

El cliente de aspecto lánguido se encontraba colgado del cuello. Se había ahorcado del férreo cabezal del lecho, utilizando el cinturón. Curiosamente, ni estaba azul, ni lucía una lengua kilométrica. Pero lo que más llamó la atención de Agustín, fue que la ventana estaba abierta. Le extrañó porque hacía tiempo que se encontraban selladas, precisamente para evitar que los clientes se arrojasen a la calle.

Enfadado, echó un vistazo rápido en el interior de la habitación, percatándose con su aguda experiencia de lo ocurrido. Cerró la puerta y bajó de nuevo a recepción. Allí, sentado tranquilamente tras la mesa, descolgó el teléfono y marcó el número de emergencias. Cuando una voz femenina respondió al otro lado de la línea, explicó con voz amarga el suceso:

-Órale, señorita, reporto desde el hotel Azteca. Quiero denunciar un suicidio y un robo. ¡El muy chingón  se ha llevado las toallas y ha huido por la ventana!

José Romero

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