jueves, septiembre 19, 2024
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Un baño de humildad

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Esta mañana he bajado a tomar café a un bar del barrio. Como hacía tiempo que no seguía esta tradición, me he sorprendido de la cantidad de gente que desayuna en los bares su tostada de pan con tomate, café con leche y zumo de naranja. Y eso que vivo en un barrio humilde, por lo que no puedo imaginar cómo debe ser en las calles de negocios de esta capital.

En el bar, con la televisión dando las ultimas noticias sobre Cataluña, se sienta un escueto grupo de mujeres de mediana edad que acaban de dejar a los retoños en el colegio. Algún que otro parado que dice buscar trabajo desde las redes sociales, mientras se trinca un botijo de Mahou, y unos cuantos jubilatas que aprovechan para resguardarse del frio reinante. El bar es una tradición tan española como hacer la primera comunión u odiar al vecino del quinto. En los bares se fraguan los negocios, se consolidan amores perros y se muere lentamente agarrado a una silla de madera y unas patatas bravas.

El dueño es un tipo regordete venido de allende los mares- de Ecuador, vamos-, que junto a su mujer lleva el negocio mientras crían a sus tres chavales, currando más que un chino en navidad. Es la señal de que los tiempos han cambiado en esta vieja piel de toro.

Pues resulta que me siento en una mesa a desayunar y leer la prensa-costumbre próxima a la extinción-, cuando se me acerca un anciano de andar cansino, ojos despiertos tapados por lentes redondas y perilla picuda con bigote. El hombre se queda unos segundos mirándome como solo pueden hacer los mayores, es decir, sin vergüenza alguna y de repente me dice:

-¿Es usted Jose Romero, el escritor?

Halagado porque alguien me conozca, respondo con un “sí, señor”, esperando que me diga que ha leído algún libro mío o algo parecido. En su lugar, me espeta:

-Los autores de hoy, no tenéis ni puta idea de escribir.

Estupefacto ante tal desconsideración, tan solo acierto a preguntarle:

-Pero hombre, ¿por qué dice eso?

El anciano continúa de pie, mirándome como un perdonavidas.

-Porque para escribir bien hay que conocer el mundo, muchacho. Hay que emborracharse, irse de putas y correr aventuras. Vosotros no sabéis lo que es el sacrificio, ni siquiera escribís a bolígrafo o máquina de escribir. Antes, un escritor debía  tener una biblioteca enorme para consultar, ahora, con tan solo teclear en internet, disponéis de toda la cultura a vuestro alcance. Antiguamente, si no escribías, no comías. Ahora es solo por satisfacer vuestro ego. Los grandes narraban la miseria y la grandeza de la humanidad, del odio, de los sentimientos más hermosos, vosotros os inventáis historias ridículas y sin contenido. Domaban el lenguaje, ahora las palabras pueden con vosotros. La literatura ya no es lo mismo. Cualquier famosito escribe un libro o se lo escriben, y vende miles de ejemplares. Hemos retrocedido culturalmente con las nuevas tecnologías. ¡Hasta los libros ahora son virtuales! ¡Ya pocos leen en papel! Se ha olvidado el olor del libro nuevo, recién impreso, que podías tocarlo, subrayarlo, doblarle las esquinas de las hojas. Lo guardabas como un tesoro. Yo me duermo cada día leyendo, disfrutando con historias de amor, de odio, de violencia, de heroísmo, o de un capitán en busca de una ballena blanca. En nuestros días la gente se duerme delante de la televisión. ¡Carecen de imaginación!

¡Joder! Ante tal rapapolvo, no tengo otro remedio que agachar la cabeza sin decir ni pio. El viejo, ante la falta de respuesta, da media vuelta y camina hacia la puerta del bar. Desde mi asiento, antes de que desaparezca, pregunto alzando la voz:

-Perdone señor, ¿cuál es su nombre?

Sin volver la cabeza, sin detenerse, contesta con desprecio:

-Francisco.

-¿Francisco?-respondo-¿Qué más? ¿Su apellido?

-Quevedo-contesta desde la calle.

Sin darle importancia, acabo mi café, y vuelvo a casa, a ponerme delante del ordenador para escribir algo. Al finalizar el día, me meto en la cama cansado, quedándome dormido casi al instante.

Esa noche soñé con un tipo que escribía un soneto de amor, con una pluma de ave, sentado en una taberna llena de malandrines y buscaentuertos, mientras se echaba al coleto un vino de la tierra y roneaba con una camarera.

¡Es cierto! ¡No tengo ni puta idea de escribir!

José Romero

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