“La mayoría de los golpes fueron propinados por africanos sobre los cuerpos de otros africanos. De la misma manera que aterrorizar a la gente es parte de la conquista, también lo es obligar a otro a administrar el terror”. (Adam Hochschild)
Con más de una década de retraso llega a nuestras librerías la obra del pensador estadounidense Adam Hochschild. “El fantasma del Rey Leopoldo” se encuentra en una sobria edición en la que el negro que enlutece el filo de cada página preludia otro descenso Konradiano por las aguas del Río Congo. El horror. El horror.
Memorias escritas por exploradores, capitanes de barco y militares, registros de las misiones, informes de investigaciones del gobierno, relatos de viajeros, son algunas de las fuentes en que abisma un autor que sin embargo lamenta “el silencio de las voces africanas”. A la llegada de los europeos el Congo carecía de una lengua escrita, lo que ha impedido perpetuar en tinta el testimonio de las víctimas.
Hochschild describe minuciosamente las puntadas de diplomacia, oportunidad, y cinismo, con que Leopoldo II remató su aspiración colonial. En su ambición contempló otras latitudes en las que izar su engendro colonial: Formosa, Fidji, incluso la provincia de Entre Ríos. Sin embargo la caótica peripecia de su hermana Carlota y su cuñado Maximiliano en México desaconsejaba la aventura americana, en tanto que la expansión de las potencias europeas en Asia invitaba a emprender nuevos caminos.
África ofrecía el bálsamo de sus delirios. Leopoldo II atrajo en primer término a su causa al prestigioso explorador Stanley, tan despiadado con los nativos como liviano con las damas según refiere el autor. Con su complicidad difundió ante las naciones su fingida inquietud por “las infamias de los traficantes árabes de esclavos” y convocó en 1876 una gran asamblea de exploradores y geógrafos en la que se ungió de un “fuerte barniz humanitario”. Pocos años después un emisario del Monarca era recibido en la Casa Blanca por el presidente Charles A. Arthur, cándido receptor del argumentario venido desde Bruselas: “Se han construido carreteras, se han colocado barcos de vapor. Ofrece libertad de comercio, prohíbe la trata de esclavos“. Nada que ver con las consignas con que paralelamente el Monarca arengaba a sus subordinados: “No se trata de conceder a los negros ni el más mínimo poder político, sería absurdo. Los blancos conservan todos los poderes”.
Sea como sea la Cámara de Comercio norteamericana aprobó una resolución que respaldaba el reconocimiento de los planes expansionistas del Rey de los Belgas. Poco después se celebraría la Conferencia de Berlín de 1884 en la que urdiendo múltiples acuerdos bilaterales recabó voluntades y ensanchó fronteras.
Leopoldo II se aseguraba así las riquezas del Río Congo: potencial hidroeléctrico, vías fluviales interconectadas que suponían una red de transporte ya viva. Como gráficamente indica el autor “Si superpusiéramos sobre el mapa de Europa lo que acabarían siendo las fronteras del Congo, el territorio se extendería desde Zúrich hasta Moscú y Turquía Central. Selva tropical, sabana, colinas volcánicas, montañas cubiertas de nieves y glaciares”. En fin, flamencos y valones se pasmaron al verse dueños de una colonia que multiplicaba por 66 el tamaño de la propia Bélgica.
El propósito último de las huestes de Leopoldo II no era otro que extraerle hasta el último céntimo de su riqueza. Para ello se habilitó una política de “tierras vacías” que conculcaba el ancestral sistema de propiedad comunal y consagraba la titularidad del Estado. Por otra parte el ingenio tecnológico multiplicaba el dominio de los colonos: rifles de repetición, ferrocarriles, conocimientos médicos contra la malaria o la fiebre amarilla, barcos de vapor como el que navegaba en busca de Kurtz.
Más allá del comercio de marfil, la explotación industrial llegó a su cénit en el auge del caucho. Cubiertas, mangueras, tubos, juntas de goma, aislamientos para telégrafo, teléfono, cables eléctricos, requirieron de un material que abundaba en el país pero que era obtenido a través de las prácticas más desalmadas. La recolección de cuotas de caucho por debajo del baremo exigido acarreaba a los nativos castigos tan maléficos como raptos de familias enteras, destrucción de aldeas, azotes con el temido “chicotte” desmochado con piel de hipopótamo sin curtir, miles de amputaciones que exigían que incluso en algunas unidades militares hubiera un “conservador de manos” cuya tarea consistía en ahumarlas.
Williams, Morel, Sheppard, Casement, fueron algunas de las conciencias audaces que denunciaron los abusos infringidos. Periodistas, misioneros, aventureros de buena fe, levantaban las actas del espanto en tanto que los ciudadanos belgas denunciaban el derroche en vestidos y palacios con que su Rey favorecía a la prostituta adolescente con que entretenía su tacto rijoso.
Con ella tuvo dos hijos y se dice que el segundo de ellos nació con una mano deformada: así de cáusticamente toma venganza, en ocasiones, el destino.
Fernando M. Vara de Rey