Con los socialistas en el poder, tras un resultado electoral con aplastante mayoría absoluta, un político doctrinario propuso la supresión de todas las condecoraciones vigentes. Comenzando por la máxima distinción, la Gran Cruz de Carlos III. La rápida y contundente respuesta de un compañero, nada sospechoso de veleidades cortesanas, frenó la iniciativa con un discurso en el que valoraba la necesidad de distinguir y premiar comportamientos ejemplares de cara a la sociedad civil. La oportuna mención a la Legión de Honor de la República Francesa que lucía su solapa zanjó la discusión. En medio del debate recordé que Cajal había escrito que hay un patriotismo infecundo y vano: el orientado hacia el pasado, y otro fuerte y activo, orientado hacia el porvenir.Acomodé esa idea al momento y reflexioné que ese patriotismo debía ser el de la izquierda.
Olvidar los componentes emocionales, rituales, que condicionan en un determinado porcentaje los comportamientos sociales ha sido una novedad en la izquierda española afectada por las secuelas del franquismo. Banderas rojas o tricolores e himnos como La Internacional o La Marsellesa han movilizado en muchos momentos históricos a las masas que reivindicaban derechos sociales o libertad. Hoy resulta casi provocador exhibir los símbolos de un Estado democrático. Pero empieza a hacerlo con desparpajo un movimiento político emergente.
El sábado pasado, casi por sorpresa, Pedro Sánchez tomaba posesión de su responsabilidad como presidente del Gobierno de cerca de cuarenta y seis millones de españoles. El acto, sin ningún discurso, duró apenas cinco minutos. Los medios destacaron la ausencia del crucifijo y la Biblia. La colocación de las cámaras de televisión impidió ver si había una bandera española. Por supuesto no se avistó una guardia de gala. Ni sonó el Himno.
Media hora después, el Molt Honorable President de la Generalitat, recibía la promesa de sus nuevos consellers en el impresionante Salón San Jordi, con la presencia duplicada del caballero que según la leyenda acabó con un dragón. Un coro con lazos amarillos interpretó el “Cant de la Senyera”, que presidía en solitario la solemnidad. Mossos con uniforme de gala la custodiaban. Un paño negro ocultaba la imagen del Rey. Discursos, llantos, sonrisas, el morbo de ver juntos a Pascual Maragall, Montilla y Artur Mas, las parejas de los ausentes en la cárcel o en Europa. Emoción a raudales subrayada eficazmente por el realizador de la TV3.Como en los mejores momentos de la televisión una y grande. Hora y media para caldear el patriotismo nacionalista que vibró a buen seguro con el cierre coral de “Els Segadors”, el himno nacional.
El acto del palacete de La Zarzuela tenía el sabor de lo pequeño burgués propio de la monarquía de Luis Felipe de Francia.
El espectáculo del Palau, reivindicando la República, hacía pensar en un emperador haciendo las maletas en la isla de Elba.
Días antes, la BBC había vendido a cientos de millones de espectadores en el mundo entero, la imagen de una Monarquía capaz de aceptar con naturalidad la boda de un príncipe con una actriz mulata. Pero también el recuerdo de que la reina eterna es Jefe del Estado de países con modelos republicanos que se extienden desde Canadá a Nueva Zelanda. Quien crea que los fastos de Windsor eran una antigualla nostálgica desconocen el peso de lo simbólico en la política de hoy, que se construye a golpe de imágenes.
Eduardo Sotillos