Cuelgan esteladas de las viejas iglesias de piedra como banderas sudistas antes de que cayera Dixieland y se dibuja un paisaje provenzal bajo el sol calcinante de l’Empordà. Miro los signos tratando de descifrar si he entrado en el Ulster libre pero en Palafrugell resiste en pie el Centre Fraternal donde Josep Plá acudía a su cotidiana tertulia y todo tiene un aire pacífico. Los parroquianos beben vermú y por las noches se encienden en las plazas bombillas a cuyo resguardo juegan los niños y se asombran las familias venidas de la próspera Europa al contemplar la hiedra que crece sobre muros medievales.
Esto es Cataluña y dentro de unos días vendrá el Rey a ser insultado por las masas aunque, tal vez, esta vez también haya aplausos unionistas, quién sabe.
Es mediodía en un pueblo de Cataluña y un CDR ha instalado su puesto en la calle. Venden banderas, mecheros, propaganda separatista, atienden al público mujeres que no dan miedo sino todo lo contrario, sonríen con una sonrisa republicana y franca.
También hay pintadas asegurando que Cataluña es España aunque no son tan numerosas como la cartelería que exige la libertad para los presos políticos y dan la impresión de haber sido hechas a toda prisa, desde una clandestinidad que (por el contrario) sí da miedo.
Hay algo en l’Empordá del verano que relata (y retrata) Call me by your name y este conflicto tiene un aire extraño, con prisioneros que penan en la árida meseta y gambas de Palamós prohibitivamente caras.
Leo en La Vanguardia una carta de Oriol Junqueras y Raül Romeva en la que hablan mucho del amor. Hay que transfomar la rabia en amor, dicen.
Mientras tanto, en las playas se amontonan los cuerpos y para un madrileño resulta sorprendente la devoción por el pollo a l’ast de este pueblo.
Me es imposible sacar una conclusión sobre lo que sucede en esta Cataluña a la que acudo a bañarme en la piscina de una vieja masía reconvertida en hotel rural y también en la playa aunque de la playa huimos espantados ante la capacidad del ser humano para colocar su toalla a unos milímetros de la del prójimo sin cargo de conciencia alguno.
No me ha dado tiempo a acercarme a Ultramort, donde vino Jaime Gil de Biedma a pasar sus últimos días.
El problema catalán es complejo y le piden a Ada Colau la dimisión porque un turista estadounidense fue agredido por unos manteros, lo cual me parece una exageración teniendo en cuenta la cantidad de cosas que ocurren en una ciudad, todos los sucesos y broncas y amores y desamores de los cuales no puede culparse al ayuntamiento, digo yo. O no en todos los casos.
Ha habido tormenta esta noche y ladran los perros, hay relámpagos que espantan a las lechuzas, leo El cuaderno gris de Plá y me fascina esta furia que casi nos rompió en dos, provocando una fiebre de banderas rojigualdas en los balcones de Madrid.
Ojalá, como piden Junqueras y Romeva, sea este el verano del amor y dejemos atrás una pelea que sólo nos traerá desesperanza.
Y si viene la República, bienvenida sea, pero no sólo para los catalanes, qué caramba.
Daniel Serrano