Tras el repaso de la semana pasada en esta columna al conservadurismo, que ha producido algún escozor declarado y supongo que alguno más no declarado, creo que es necesario hablar, por las mismas razones, de los izquierdismos. He estado tentado de titular “progresistas”, que es como vergonzantemente te autocalifican algunos, pero me ha parecido un abuso del concepto progreso y de las apropiaciones indebidas de las que es objeto. Hablaremos, pues de izquierdas, así, en plural, porque son de muy diversa tipología.
Hablar de izquierda en España es hablar, en primer lugar, del Partido Socialista Obrero Español. Un partido que en 1979, en su Congreso Extraordinario, abandonó el método de análisis marxista y aplicó la praxis socialdemócrata, de la mano de Willy Brandt y Helmut Schmidt. Es un partido de gobierno y así ha ejercido durante más de veinte años en el periodo democrático. Hasta la salida del Gobierno de Felipe González, el PSOE fue monolítico, para bien y para mal, salvo algunas actitudes díscolas como las de Gómez Llorente o Pablo Castellanos.
Hoy, de nuevo en un gobierno precario y dependiente, el socialismo se debate entre su perfil socialdemócrata y un socialismo más duro, condicionado por la aparición a su izquierda de unas fuerzas dispersas, pero sagaces a la hora de buscar un voto que en su día tuvieron el Partido Comunista y su secuela Izquierda Unida y las izquierdas amparadas en banderías regionalistas o nacionalistas.
El PSOE necesita con urgencia un Congreso que defina. Con claridad meridiana, en que posición se encuentra, singularmente, pero no solo, en cuanto al modelo territorial del Estado. El recurso a un supuesto federalismo como refugio argumental no sirve para nada si no se dice quiénes y cómo se federan. ¿Estamos hablando de que La Rioja, Murcia o Cantabria serían estados federados con Cataluña o Andalucía? ¿Habría que forzar un nuevo mapa político para hacer un estado federal armónico? Creo que no hay nadie en España capaz de emprender esa tarea. Otro federalismo podría consistir en convertir en estados federales las autonomías del Artículo 151 de la Constitución. ¿Y el conjunto restante sería un solo estado federado? Demasiadas decisiones para mantener el partido unido.
Junto al modelo territorial, el PSOE tiene que enfrentarse a varios dilemas más. Notoriamente en su modelo económico, extendiendo éste, no solo a la gestión de las cuentas del Estado y la fiscalidad, sino también a lo laboral, a las administraciones públicas, al dirigismo industrial, al palé del urbanismo (madre de todas las corrupciones) y también al medio ambiente. Las piruetas fiscales del PSOE son bien conocidas, tanto en el Estado como en las comunidades autónomas, y se puede decir todo de ellas, salvo que sean coherentes.
Desde que UGT se desvinculó orgánicamente del PSOE y a pesar de los “gestos” de diferentes gobiernos socialistas para salvar sus cuentas con inyecciones de dinero público, disfrazadas en muchos casos de restituciones de patrimonio histórico, el PSOE ha perdido presencia y fuerza en la calle. Su política laboral ha sido errática. La inverosímil creación de 23 categorías de contrato laboral es fruto de ese despiste. La política administrativa se ha basado en la generación de decenas de miles de interinatos en los tres niveles administrativos que va a requerir medidas traumáticas en algún momento.
En cuanto a las medidas que ellos llaman sociales, se han basado en el oportunismo, en la búsqueda de votos en diversas minorías que se sienten agraviadas, inventando derechos permanentes para determinados colectivos. Todo ello contribuye a que uno de sus dogmas, la igualdad, sea atropellada en beneficio de grupos de presión no de carácter económico, sino por su capacidad de movilización.
Este karma de la movilización articula a la otra izquierda que nadie quiere llamar ultraizquierda aglutinada por Podemos o asociada a ellos. El asamblearismo, la depuración, el oportunismo y la movilización son los ejes de su acción política, es decir, el compendio del populismo, aunque hay que decir que su actitud en algunas instituciones ha evolucionado a una normalidad pragmática que su clientela parece repudiar. Su instrumento es la calle y sus medios, colectivos profesionalizados en el agravio histórico. Cualquier movimiento ciudadano es adoptado como propio, creando una ilusión de poder que solo ellos creen.
La apelación a unas bases difusas siempre juega a favor de la dirección. Sus consultas son incomprobables, pero perfectamente controladas. Sus primarias nunca llegan a serlo en pluralidad porque, previamente, se depuran los candidatos outsiders. El mismo camino siguen quienes disienten de la dirección. Se me dirá que eso pasa en todos los partidos y es verdad (véanse la desapariciones políticas decididas por Casado y unos meses antes por Sánchez). Pero ninguno de los otros partidos presume de asambleario y por ende, de ultrademocrático. Todos contravienen en mayor o menor medida el precepto constitucional del Artículo 6.
Muchos de sus dirigentes hunden sus raíces ideológicas en el comunismo, una doctrina que en lo único que ha triunfado es en borrar de su historia las atrocidades de Lenin, Stalin,Trostsky, Beria o más recientemente las de China, Camboya o Myanmar. Ese mismo negacionismo lo aplican a la historia de nuestro país en los últimos cuarenta años (naturalmente hasta que ellos aparecieron la democracia ha sido un cuento). Esa falta de memoria próxima contrasta con la hipermnesia sobre la Segunda República, Guerra Civil y el franquismo, aunque con interpretaciones sui generis.
Thomas