En sus intentos contemporáneos por revivir viejos clásicos, Disney la ha tomado en esta ocasión con una de mis películas favoritas de todos los tiempos: Mary Poppins, estrenada en España en 1965 y dirigida por Robert Stevenson. En su día, la obra provocó una notable polémica a causa de que a P. L. Travers, la autora de cuyos libros sirvieron de inspiración a Disney, no le agradó la adaptación cinematográfica. Por eso, a pesar del éxito de la película, no pudo grabarse una secuela, como le hubiera gustado al director. Cincuenta y tres años más tarde, con Travers bajo tierra desde hace dieciocho, llega por fin a todas las pantallas El regreso de Mary Poppins, dirigida por Rob Marshall. Así, a destiempo y por sorpresa, cuando la entrega original se había convertido en un clásico venerado e intocable. Un panorama con barra libre para el escepticismo.
Ese era el sentimiento que me dominaba cuando fui ayer al cine, decidida sin embargo a no caer en el consabido prejuicio de “Nunca segundas partes fueron buenas” y mostrarme lo más objetiva posible. La primera escena borró todas mis buenas intenciones, cuando vi al poco carismático Lin-Manuel Miranda interpretando el papel de un farolero discípulo, supuestamente, del entrañable Bert –hombre orquesta, pintor callejero, deshollinador o vendedor de cometas, dependiendo de la necesidad–. Jack, que así se llama el insípido personaje, entonaba una canción tan anodina como él mismo: un preludio de lo que sería la banda sonora del filme, que inevitablemente comparaba en mi cabeza con la magnífica música del clásico del 65, obra de Richard y Robert Sherman. Entiendo que alcanzar el nivel del gran Dick Van Dyke –el intérprete de Bert– resultaba, cuanto menos, imposible, pero podrían haber estado algo más acertados en la elección de su “sustituto”.
El resto de la película continuó en el mismo tono, sin apenas sorpresas positivas –exceptuando alguna que mencionaré al final–. Veinte años más tarde de la historia original, en 1930, la Gran Depresión asola Inglaterra. En la casa de los Banks –calle del Cerezo, número 17– también padecen la crisis: Michael Banks –ahora pintor fracasado, empleado de poca monta del Banco, viudo y padre de tres niños– ha recibido la amenaza de embargo de su hogar, y entre él y su hermana Jane –soltera sindicalista que hace del optimismo su bandera– comienzan a buscar las acciones del Banco que guardaba su padre, el honorable George Banks, su única esperanza para salvar la casa de la familia. En ese contexto, regresa Mary Poppins, la niñera mágica, para devolver la ilusión a los Banks.
Hay que reconocer que Emily Blunt se esfuerza, y visualmente casi lo consigue, pero cae en un deje robótico o estricto que nos empuja a añorar la húmeda dulzura de Julie Andrews. También falta a su lado el carisma masculino de Van Dyke y el sutil coqueteo que los envuelve durante toda la historia original, que culmina en ocasionales rubores y escenas casi románticas, como el baile en el restaurante del cuadro, rodeados de pingüinos camareros y sauces dibujados con pinturas pastel –mientras, la sombrilla de ella y el bastón de él también se abrazan en una danza lírica, un detalle sutilísimo y elegante para expresar el enamoramiento.
En su lugar, tenemos la escena de la nueva entrega desarrollada en el “Albert Music Hall”, una especie de cabaret plagado de dibujos animados –los pingüinos originales realizan un cameo– donde el farolero Jack y una Mary Poppins con peinado a lo garçon protagonizan un número desprovisto, en mi opinión, de toda originalidad, que intenta constituir una incitación a la lectura inteligente. En realidad, casi todas las escenas y personajes de El regreso de Mary Poppins están inspirados en otros de la versión original, pero creando un efecto deslucido y monótono: las aventuras dentro de la bañera y de la sopera rota parten del paseo por el cuadro que Bert pintó en la acera, la Prima Topsy trata de sustituir al hilarante Tío Albert y a la merienda en el techo, la coreografía de los faroleros imita –incluso en los pasos de baile– a aquella otra de los deshollinadores, mucho más poética, que termina con una escena cómica en la que un anonadado George Banks se tropieza con decenas de individuos con escobas bailando por su salón.
George Banks, el padre de familia, interpretado en 1964 por David Tomlinson, es otra de las grandes ausencias en el filme. Los guionistas han intentado crear un personaje que se le parezca –al menos, en cuanto a preocupaciones y testarudez– en la figura de su hijo Michael, a quien da vida el actor Ben Whishaw. A pesar de que el listón, como en el caso de Van Dyke, estaba muy alto, Whishaw tampoco da credibilidad al personaje. Le falta fuerza, carisma, presencia. Sin embargo, su hermana Jane, interpretada por Emily Mortimer, sí cubre mejor las expectativas. Ella es el objetivo romántico del farolero Jack, por lo que se pierde el juego de coqueteos y sutilezas establecido en la primera versión entre Mary y su acompañante masculino. Los actores que dan vida a los hijos de Michael Banks –Pixie Davis, Nathanael Saleh y Joel Dawson– también hacen correctamente su papel, al igual que David Warner, el nuevo Almirante Boom que sustituye al desaparecido Reginald Owen.
La sorpresa final llega en forma de Mr. Dawes Jr., el anciano banquero jubilado que aparece para salvar el día y que está encarnado por el mismísimo Dick Van Dyke, que ya fue caracterizado en 1964 para interpretar a su viejo padre, Mr. Dawes. En esta ocasión no ha hecho falta caracterizarlo, porque Van Dyke ya era nonagenario, pero en su efímera aparición ha vuelto a demostrar su carisma y profesionalidad, arrancándonos a los nostálgicos una sonrisa al mencionar el chiste que mató a Mr. Dawes Senior, el de “una pata de palo llamada Smith”. Un pequeño paréntesis de color en una obra por lo demás aséptica, igual que el pequeño cameo final de Angela Lansbury como la Vendedora de globos.
En conclusión, creo que para aquellos que no hayan visto la auténtica Mary Poppins, esta nueva entrega podría acogerse con una mirada positiva, como una película más de las que Disney está produciendo últimamente, pero en modo alguno aspirante a convertirse en clásico dentro de cincuenta años. A los acérrimos de la primera, sin embargo, no les recomiendo ir a verla, porque corren el riesgo de contemplarla –así me ha ocurrido– como una burda imitación desteñida de la de 1964. Los homenajes tan precisos y con tantos años de por medio incurren en este riesgo. Y yo lo primero que hice nada más llegar a casa fue ponerme la inimitable escena de “Supercalifragilisticoexpialidoso”, para curarme un poco en salud.
Marina Casado
Marina Casado