Cenicienta estaba encabronada, su jefe era un exprimidor nato, pero lo peor era que su situación no distaba mucho de la de sus amigas; trabajaran en la empresa que trabajaran, la explotación estaba servida. Es lo que tenía la patronal española del siglo veintiuno de forma terriblemente generalizada.
Cuando Cenicienta tuvo la última discusión con su jefe, Juan Madrastro, por no querer quedarse en la oficina a calentar la silla fuera de su ya más que extenso horario de trabajo, amenazó con montar una representación sindical, así que al día siguiente estaba de patitas en la calle con un despido procedente que, obviamente, había firmado como “no conforme”.
–Ya nos veremos las caras en los tribunales. –fue lo último que dijo a modo de despedida.
En la empresa sabían de sobra que tendrían que indemnizarla porque no podrían justificar el falso bajo rendimiento al que aducían en la genérica carta de despido, pero el juicio tardaría en salir bastantes meses y todo ese tiempo ellos le sacarían partido al dinero de la indemnización. Era lo que hacían las empresas de manera sistemática porque la laxa justicia y la caduca reforma laboral de 2012 así se lo permitían.
Cenicienta se fue a ver a Hada Madrinez, su amiga y abogada, quien le dijo que estuviera tranquila porque tenía las de ganar, pero que se armara de paciencia por el largo tiempo de espera.
–¿Y si esta noche nos vamos a celebrar tu despido? Que hayas salido del inframundo en el que trabajabas es más que motivo de celebración. –Le dijo Hada a Cenicienta para animarla.
–Tienes razón, tenemos que celebrarlo. –respondió Cenicienta.
–¿Qué te parece si vamos al nuevo garito de moda de Madrid?
–No sé, seguramente esté lleno de pijos.
–Pues así nos reímos un rato.
–De acuerdo, Hada, pero me tendrás que dejar unos zapatos monos que yo solo tengo botas rockeras.
–Eso está hecho. –Respondió Hada guiñándole un ojo.
Esa noche, Cenicienta se fue a casa de Hada, quien le dejó unos bonitos zapatos de tacón que le quedaban un poco grandes porque tenía los pies algo más pequeños que su amiga. Cuando estuvieron preparadas, cogieron el metro y se dirigieron a su destino recordando que tendrían que estar de vuelta antes de las dos de la mañana que era cuando el metro cerraba.
El garito de moda estaba lleno de gente, pijos en su mayoría, pero las dos chicas habían salido a divertirse y lo demás no importaba. Ambas se encontraban en medio de la pista de baile tratando de dejarse llevar por una música enlatada que no entendía de ni de acordes de guitarra ni de riffs de batería cuando un chico se acercó a Cenicienta.
–Hola, preciosa. Soy Daniel, tu príncipe azul, y he venido a salvarte.
–¿Perdona? ¿A salvarme de qué?
–De morir de sed porque veo que no estás bebiendo nada. Déjame que te invite a una copa.
–Te lo agradezco, pero me acabo de tomar una cerveza, cuando me apetezca otra, ya me la pido yo.
–Una chica tan bonita como tú debería dejarse invitar por un caballero como yo.
–Mira, príncipe azul, estoy celebrando con mi amiga que me han despedido y, por fortuna, de momento me puedo pagar las copas, así que deja de darme la brasa con tu actitud paternalista.
El chico se quedó prendado de Cenicienta, pero decidió no insistir más y siguió observándola desde la barra. Rato después, vio a las dos chicas salir del local de forma precipitada y decidió seguirlas.
–Corre, Cenicienta o perderemos el último metro. Mira que no darnos cuenta de la hora.
–Corro todo lo que puedo, Hada, pero a duras penas avanzo con tus zapatos de tacón.
Las dos amigas consiguieron entrar in extremis en un vagón del último metro justo cuando se cerraban las puertas, pero con la premura, Cenicienta perdió uno de los zapatos que quedó tirado en el solitario andén. Sin embargo, poco tiempo duró allí porque Daniel lo recogió.
Varios días tardó el chico en dar con la dirección de Cenicienta, a quien estaba deseando volver a ver, y el 28 de abril, el día de las elecciones generales, se presentó en su casa para devolverle el zapato extraviado.
Cenicienta se disponía a salir de su casa para ir a votar cuando se quedó a rayas. Nada más abrir la puerta, Daniel estaba en el umbral con el zapato de Hada en sus manos.
–Cenicienta, tengo claro que eres la mujer de mi vida. Quiero que seas la madre de mis hijos, quien se compre bonitos vestidos con el dinero que yo gane y quien me reciba todas las noches en casa con una sonrisa y una rica cena caliente.
Cenicienta, que pasó de la sorpresa a la incredulidad en apenas dos segundos, cogió el zapato y lo dejó sobre el mueble de entrada, cerró la puerta de la calle y se dirigió al chico.
–Te agradezco mucho que me hayas devuelto el zapato, en cuanto a tus propuestas, no me interesan en absoluto. Y, ahora, vete a votar a Vox, que te estarán esperando.
SagrarioG
http://demayorquieroserescritora.com
https://www.facebook.com/demayorquieroserescritora/
SagrarioG