lunes, noviembre 25, 2024
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Mirar al precipicio: Extraños, de Julia Laberinto

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Tal vez el arte –la poesía, en este caso– constituya la única vía infalible para acercarnos a los intrincados laberintos de la mente, aquellos que atemorizan desde otros ámbitos por su naturaleza desconocida, por la complejidad que encierran, por lo imposible de contemplarlos desde la distancia, sin que nos impacten de alguna forma. Mirar al precipicio implica el riesgo de empañarnos las pupilas con la oscuridad que de él emana. No todos están dispuestos. La poesía, en este sentido, posee la ventaja de ser capaz de profundizar, de desnudar las emociones y arrancar las cortezas –y las certezas– del mundo. La poesía, la buena poesía, exige una cierta irracionalidad, hace vulnerable a quien la escribe e incluso a quien la lee. El poeta es, en mayor o menor medida, un loco, un curandero, un visionario, un lector de sombras.

 

Esta descripción encajaría perfectamente en el caso de Julia Laberinto, seudónimo de Julia Sánchez Rodríguez (Madrid, 1996), a la que conocí en 2017, cuando ambas resultamos finalistas del concurso “Lanzadera de Poesía” del Ayuntamiento de Madrid. Con su primer poemario, publicado este año en Entropía Ediciones, se ha lanzado a la aventura de mirar el precipicio y traducirlo al lenguaje valiente y delicado de la poesía. Su libro, Extraños, forma parte de un proyecto artístico multidisciplinar sobre la enfermedad mental con cuatro elementos principales: la obra escrita, los recursos audiovisuales, la música y el espectáculo en directo. En su canal de YouTube ya están disponibles dos de sus originales “videoclips poéticos”; Voces e Invisibilidades, el segundo de los cuales estrenó en la muestra artística “Efímera II” organizada en Madrid por la revista La Gran Belleza.

 

Gracias a sus estudios de Medicina y a su particular interés en la rama de la psiquiatría, Julia se ha relacionado con personas que padecen diversas enfermedades y trastornos mentales y, aprovechando su experiencia y sus conocimientos, se ha arriesgado a ponerse en el lugar de estas personas para mirar el mundo y gritar, suavemente pero con firmeza, contra la indiferencia social con la que a menudo deben batallar.

 

Extraños abre con una cita de Miche Foucault: “La locura, convertida en universal, se confundirá con la muerte”. Locura y muerte son, precisamente, los temas centrales de la obra, que no deben entenderse de manera independiente, pues la primera camina a orillas de la segunda. Hay un tercer tema inherente a ambos: la soledad.

 

A este tercer tema alude el nombre de la primera parte del libro: “Agujero”, en la que, desde el inicio, surge la presencia del “otro”, un “otro” oscuro que habita en el propio cuerpo: “Miras a unos ojos que no son los míos”. Esta presencia, sombría y constante, personificación de la enfermedad, se fortalece en el territorio de la noche –“Ese mal que me habita tiene un nombre nocturno”–, en los mundos del insomnio. La voz poética despierta en mitad de la noche, presa de la inquietud, de los “lobos de la vigilia”. Así ocurre en los poemas “despertar” y “despertar II”: “Hace tiempo / que ellos despiertan de madrugada”, “Me levanté de la tumba de la noche / con una sospecha salvaje”. La voz poética teme al final del día, en el que su lado racional desaparece por completo y se vuelve salvaje, vulnerable. Escribe: “De noche siempre es invierno”.

 

La noche, la soledad, son el campo de cultivo donde brotan los signos de la locura, por su relación con lo oscuro, los miedos, lo desconocido. Asediada por “el otro”, la voz poética teme perder su identidad, su memoria: “solo queda convertirme en aquello que ya conozco”. Es consciente de su mundo interior, tan inmenso que llega al límite de lo inabarcable: “El ruido interior es más fuerte / más fuerte”, “no existe un cauce que abarque el caudal que me llena”.

 

Esta circunstancia conduce, de modo inevitable, al distanciamiento social, en parte por propia voluntad y, en parte, por marginación del resto: “Nos condenarán al olvido. / Nos construirán una casa lejana para no vernos. / Nuestro dolor será más extraño que el de los animales”. Aparece el elemento del muro como símbolo de ese distanciamiento, de la marginación que se genera por la falta de empatía: “el muro es el final del descontrol humano / el camino hacia la insensibilidad”. De esta circunstancia extrae la voz poética una estremecedora conclusión: “Qué pena da el arte como medio de eternizar el éxito”.

 

La segunda parte de la obra, “Voces”, se centra en la aparición de la enfermedad, descrita en el poema “tremas”. Leemos: “La revelación del vacío ocurre temprano. / Empiezo a aprender un lenguaje inexplicable / y las señales silenciosas del mundo / comienzan a hablarme”. Estos signos, estas voces ocultas, se esconden en la ausencia de ruidos: “El silencio se ha convertido en la casa de los enfermos”.

 

La aparición de la enfermedad, la asunción de la llegada de esas señales silenciosas, convierten a la voz poética en un ser especial, distinto al resto. Debe aprender a vivir con esa presencia acechante, “el otro”, la enfermedad: “La voz luchó contra las voces / pero quedó  la mirada […] / no puedo llorar con esos ojos en la sombra”. Cuando la batalla parece perdida, la voz poética contempla a la criatura que la habita con afán analítico: “Otra camina conmigo / dentro de mi propio cuerpo. […] / Qué haré cuando la encierren / a las afueras de las ciudades”. Aceptar esta idea representa, en cierto modo, asesinar una parte de sí misma, la parte conocida y aprobada por la sociedad: “Matar al hombre normal es dar el primer paso para desaparecer”.

 

Surge así la idea de la propia desaparición, de la muerte como única salida: “Una muerte pronuncia mi nombre / en la lengua voraz del hambre”. En parte, el origen de esta “urgencia incipiente de arder” se encuentra en la indiferencia social: “es la mudez de la mirada ajena / la que cava ese agujero”.

 

El tema de la muerte continúa desarrollándose en la última parte de la obra, “Vacío”, en la que la soledad es plena y protagonista de los versos, antesala del final: “A orillas de la muerte / todos bailamos sobre un escenario vacío”. La voz poética alcanza una serenidad desde la que inicia una autoexploración, prepara el terreno: “He venido al desierto a conocerme, / a mirar desde mi propia ausencia”. Recuerda un poco a aquellos versos de Thoreau, pero dándoles la vuelta: “Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia…”.

 

En estas circunstancias, el amor se convierte en un elemento narcótico. Escribe la poeta: “Amar es ocultar temporalmente el destino”. Casi las mismas palabras que empleó Jim Morrison cuando dijo que “El amor no puede salvarte de tu destino”. Un destino que se presenta como inevitable, fatal. La poeta lo llama “la muerte lenta”, porque se va forjando a lo largo de un dilatado proceso de tiempo. La persona comienza a morir desde que aparecen las primeras señales, el primer distanciamiento respecto al mundo. Por eso, experimenta una cierta intimidad lúgubre: “Solo yo puedo bailar / con la voz de la muerte”.

 

Finalmente, Extraños debe considerarse una mirada hacia esa esfera ignorada o temida por una parte de la sociedad, un canto por los desfavorecidos, por los que perdieron la batalla y por los que todavía continúan en ella, un recorrido por el infierno que a veces habita dentro de la mente. Julia Laberinto utiliza imágenes visionarias, versos cortos y eficaces, proyecciones abstractas. Su estilo introspectivo, con incursiones sutiles del surrealismo, recuerda, inevitablemente, al de la poeta Alejandra Pizarnik. Se trata de un primer libro arriesgado, certero, que aborda la crítica social con un lenguaje lírico impecable, que se halla, como diría Alberti, “entre el clavel y la espada”. Tal vez sea la única forma de mirar al precipicio sin abrasarnos.

 

Marina Casado

(marinacasado.com)

Marina Casado

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