El capítulo venezolano de la destrucción de la Amazonia es, probablemente, el más brutal y salvaje de todos. Mientras a escala internacional los incendios ocurridos en Brasil o el avance de la deforestación en países como Perú y Colombia, no deja de reportarse de forma constante, la región sur de Venezuela, solo entra en las pautas de los noticieros cuando se producen masacres de gran magnitud, como la que acaba de ocurrir en Ikabarú, pequeño poblado minero a escasos 6 kilómetros de Brasil. El 22 de noviembre fueron asesinadas 6 personas y un número indeterminado de heridos que, con sus cuerpos abaleados, cruzaron la frontera buscando salvar sus vidas.
Lo primero que hay que advertir es que no se trata de un hecho excepcional. Desde el año 2000, se ha producido una intensificación de la violencia alrededor de la minería. Una revisión somera de las hemerotecas arroja un número sorprendente: al menos 43 casos, donde el número de fallecidos supera a las dos personas. Hablo aquí de hechos divulgados. Porque, de acuerdo a los testimonios de habitantes de la región, se han producido otras masacres, que no han sido registradas por los medios de comunicación. Hay testimonios de familias enteras que han desaparecido, que vivían en localidades muy apartadas, cuyo destino es desconocido. Dirigentes sociales de la región sospechan que fueron secuestrados, conducidos a otros lugares y ejecutados. Forma parte de las prácticas instauradas en la región: o eliminas a los competidores o arrasas con toda una comunidad, para despejar el territorio y crear las condiciones para dar inicio a una explotación minera.
Que toda la región sur de Venezuela, especialmente la Gran Sabana -que tiene estatuto de Parque Nacional, lo que significa que debería estar especialmente protegido- y la Amazonia venezolana -cuya extensión es superior a los 450 mil kilómetros cuadrados y se distribuye en los territorios de los estados Bolívar, Amazonas y Delta Amacuro- sea una especie de zona invisible y opaca para la una amplia mayoría de la sociedad venezolana se debe, entre otras muchas razones, a que es una región precaria en muchos sentidos: su vialidad es irregular y riesgosa, su infraestructura incipiente o ruinosa, sus servicios públicos inexistentes, esporádicos o simplemente pésimos.
Lo fundamental, es que se trata de uno de los territorios más peligrosos del mundo, repartidos en pedazos. La franja más periférica está a cargo de funcionarios militares, cuya función primera es impedir la libre circulación, evitar el ingreso de reporteros gráficos, equipos de televisión, periodistas, investigadores de distinta especialidad, académicos, parlamentarios, miembros de oenegés y otros. Su tarea consiste en garantizar que ese espacio sea un campo ilimitado de extracción de minerales, bajo las técnicas más brutales, sin reparar en las consecuencias de esa actividad que avanza sin controles.
Dentro de ese territorio operan, como ya sido denunciado, grupos de narco terroristas del Ejército de Liberación Nacional -ELN- de Colombia; bandas que ejercen la minería ilegal, sostenidas por grupos armados que operan con un arsenal de extraordinaria potencia; mafias integradas por civiles y militares, que controlan la distribución de alimentos, combustibles, medicamentos y otros bienes de primera necesidad. Periodistas brasileros que se desempeñan en medios de comunicación del norte de ese país, y que han logrado recorrer algunos de estos poblados, se refieren a la “sobrepoblación” de armas, menudeo de drogas, prostíbulos, venta ilegal de alcohol, casas de juego y otras presencias, que muestran como la violencia y grupos que la ejercen de forma sistemática, tienen el control de casi la totalidad del territorio.
La destrucción sobrepasa las peores expectativas. Imágenes satelitales muestran terrenos devastados y lagunas contaminadas de mercurio. La llegada de las lluvias se constituye en un factor nefasto: conduce las aguas contaminadas hasta los ríos y los pequeños sembradíos. Todo esto desemboca, producto de la pesca artesanal o la cosecha de vegetales, en el consumo de alimentos contaminados. Se están desforestando las cuencas de los ríos, con el impacto que ello tiene en el clima y en el ciclo de las aguas. Los expertos han advertido que la cantidad de sedimento que se está depositando en los ríos continuará produciendo inundaciones cada vez más letales. La sistemática destrucción de la cuenca del río Caroní terminará afectando a todo el país, porque su capacidad de alimentar al Guri está en declive.
La debacle ambiental venezolana -que no ocupará el lugar que merece en la agenda de la Cumbre del Clima que arranca mañana en Madrid- es la más grave de toda América Latina, casi comparable con las de China y Rusia: sistemas de aguas potables infectados; acumulación de desechos tóxicos en todas las operaciones petroleras y mineras del país; cantidades de basuras inmanejables en las empresas del Estado; sistemas de recolección de desechos colapsados; ciudades, pueblos y pequeñas poblaciones carcomidos por las aguas negras, los roedores y los malos olores.
De la multimillonaria operación del Arco Minero solo puede decirse que sus resultados están a la vista: ni han mejorado las condiciones sociales y económicas de los habitantes de la región, ni han practicado la promesa de “minería ecológica” (enunciado falaz en sí mismo), ni han generado bienestar alguno a la economía venezolana. El Arco Minero es la expresión más pura y extrema del extractivismo salvaje, asesino, violento y empobrecedor que es el sello de la dictadura de Nicolás Maduro.
Miguel Henrique Otero