Desde la Grecia Clásica, el viaje ha constituido una metáfora del cambio, del progreso, de la metamorfosis. Desde el Ulises de Homero hasta el de James Joyce, pasando por nuestro Don Quijote de la Mancha y llegando hasta aquel Sal Paradise que desgastaba su juventud por las carreteras de En el camino, de Jack Kerouac, lo cierto es que han sido muchos los personajes viajeros que han hecho el equipaje y se han marchado a conocer el mundo y, de paso, a sí mismos.
Porque el viaje exterior implica también una dimensión íntima, simbólica, de autoexploración. Viajamos para aumentar nuestras experiencias, para descubrir nuevas facetas, gustos, aficiones, amores. Viajamos para echar de menos y valorar aquello que dejamos atrás. A Xavier Rossell (Badajoz, 1990), el viaje lo acerca a la verdad y es, al mismo tiempo, el interruptor que enciende sus sueños. El viaje ha sido fundamental a lo largo de su vida y así lo refleja en su último poemario: Huir, publicado en 2019 con la editorial Lastura. No es, ni mucho menos, la primera obra en el género de la lírica que profundiza en este tema, pero sí se trata de una muestra más –intimista, admirable–, que continúa la trayectoria de un joven poeta que empieza a adquirir su propia voz.
Cuando lo conocí, estaba a punto de publicar su primer poemario, La forja del elefante (LeTour 1987, 2018), en el que ya adquieren una importancia capital dos temas que resurgirán con fuerza en Huir: el viaje y el frío. Me atrevería a afirmar que el escenario ideal para leer los versos de Xavi es el vagón de un tren, contemplando por la ventanilla el paisaje nevado.
Hablamos de un poeta invernal, analítico y sensible. La lectura de Huir precipita en las retinas un poso de barcas solitarias bogando sobre un mar frío, extasiado de una belleza distante. Luces blancas, bruma, niebla. Un paisaje recortado de Lisboa, esa ciudad que tanto le ha ofrecido, que tanto continúa regalándole y que coloniza su último libro, especialmente la tercera parte, titulada “Cais das columnas”, en alusión al hermoso Muelle de las Columnas de la capital portuguesa. Los poemas de esta parte no llevan título, pero sí cuentan con los nombres de los lugares en los que nacieron: Braço de Prata, Ponte 25 de Abril, Rua Primeiro de Maio, Graça, Belém, Ericeira… Un viaje para el lector desde la mirada reflexiva del poeta, que perfila postales líricas de cada lugar, forjadas de sensaciones, de colores, de personas.
Encontramos también estas postales en la segunda parte de la obra, “Fuga de capitales”, con poemas bautizados como lugares: Herăstrău (parque de Bucarest, capital de Rumanía) o Corrib (río irlandés). Respiran los paisajes. Descubro que Vianden, ciudad de Luxemburgo que da nombre a otro poema, fue el lugar elegido por Victor Hugo para huir –¡qué apropiado!– de sus desventuras en Francia.
La voz poética emerge desde un mundo de soledad, donde la pocas personas que aparecen se contemplan en la distancia, ya sea distancia espacial –los ancianos que bajan del tranvía, los niños jugando– o temporal –la persona anciana que oculta “un mar de historias” en el poema “IV” de “Cais das columnas”, donde el autor critica la ausencia de reflexión–. La vejez, con su piel de sabiduría, ocupa un lugar importante en la obra, tal vez por su paralelismo con el invierno: “adquirí la vejez retenida bajo la tierra arcillosa / mientras imponía mi voz / sobre los dogmas de los cirujanos del desánimo”.
El vacío de las ciudades se corresponde con el vacío del pecho o de las manos del protagonista, que a menudo busca respuestas sin hallarlas. En toda la obra, hay un canto a lo intangible, a lo ingrávido, a la introspección: “lo invisible crece: / es aquello en lo que creo”. Huye para encontrar respuestas, para llenar ese vacío del alma: “aquel vacío / es una costura sobre mi vientre”. El viaje también deja cicatrices: “hay veces donde todo es insuficiente, / incluso el orden que resiste al polvo cuando marchas”, “nadie sabe cómo tapar la ausencia sin alas”, “la distancia ha invadido mi espacio”. La imagen de los huesos rotos sobre las olas representa la fragilidad del yo viajero. El aeropuerto se convierte en “una estructura creada para huir” o “un bosque de naves oxidadas” donde la voz poética se deshumaniza, se hace número. Constituye la otra cara del viaje, ese mismo viaje que se percibe como la solución al insomnio –campo de cultivo de las reflexiones– en “Nocturno azul”: “acudo al viaje / como la nieve visita al glaciar / camino de convertirse en inmortal”.
De repente, inserto entre sus versos, hallamos dos del poeta pacense Ángel Campos Pámpano, elegidos no por casualidad: “tú tenías razón / no nos faltaba nada”. Dos versos que parecen dar respuesta a estas preguntas del vacío. Surge también en un momento concreto de la obra una presencia que contrasta con la ancianidad y su cercanía a la muerte, precisamente porque trae la vida. Se trata de una misteriosa “desconocida” que coge la mano del poeta y le devuelve las amapolas. Es la representación del amor luminoso, necesario para aliviar las heridas que deja el viaje y el autoconocimiento.
La última sección de la obra, “Suite final”, es la más corta y consta de tres poemas en los que esa presencia se vuelve más corpórea, aunque amenazada por el frío: “es el invierno aullando todavía / lejano / sus / intenciones / sobre tu nuca”. El tercer y último poema concluye con una imagen reveladora en la que el viajero parece asentarse: “esparzo mi equipaje en el comedor”. Sin embargo, también es consciente del inminente regreso de del invierno, del viaje: “así nacerá el otoño, temiendo al frío”.
Xavier Rossell traza este camino mediante metáforas originales y poemas cortos, sólidos e ingrávidos al mismo tiempo, imbuidos de una honda sensibilidad desde la que mira lo cotidiano y lo transforma. En su poesía descubro también a la persona: esa persona que no se guarda las verdades, que dispara opiniones, a veces, con balas de plomo, aunque te percates después de que lo que parecía plomo es, en realidad, nube y corazón.
Marina Casado
Marina Casado