Rosa tenía trozos de uva en la boca cuando se pusieron a brindar con el champán. Siempre le sucedía igual, aunque tuviera la costumbre de quitar las pepitas, tardaba un buen rato en comerse las doce uvas, que finalmente atravesaban su gaznate gracias a esa bebida espumosa que le hacía cosquillas en el paladar y que, con apenas unos sorbos, la ponía tan contenta. Un año más por el que brindar, un año más de buenos propósitos e ilusiones. Así lo era y así debería haber sido toda su vida, pero a sus 62 años solo hacía cinco desde que realmente empezara a disfrutar de las Navidades.
Se equivocó casándose con él, de eso no cabía duda. Ya le habían advertido que no era lo que parecía, pero ella se había enamorado, y él era tan galante y, en apariencia, tan atento, que no quiso ver las señales que ya indicaban que estaba tomando la peor decisión. La primera vez que pensó en dejarle y pidió ayuda a su madre, esta le dijo que su lugar era con su marido y sus hijos. Dónde iba a ir con un niño de tres años y otra de apenas dos meses, desde luego que ella no la acogería de vuelta en el pueblo, qué iba a pensar la gente.
Rosa recordaba aquel día con un poso de decepción en su mirada, pero su madre tenía razón, si no podía volver con sus padres, ¿dónde iba ella con dos críos en Madrid, donde no conocía a nadie, y sin un trabajo para salir adelante? Así que siguió con él, viviendo con los reproches y los insultos, con los empujones y las bofetadas que recibía de manera continuada.
Asumió esa forma de vida en la que se sentía tan insignificante como él la hacía creer, y trataba de criar a sus hijos con todo el amor que sentía hacia ellos e intentando mantenerles apartados de su infierno particular. Sin embargo, cuando los moratones eran cada vez más evidentes y sus hijos más mayores, resultaba complicado ocultar ese drama familiar al que ella se enfrentaba sola, completamente sola.
Tanto ella como sus hijos le rehuían, aunque Rosa tenía el consuelo de que a ellos no les tocara, pero eso cambió una noche que su hijo mayor intentó defenderla y recibió la misma medicina que ella llevaba tantos años tomando. Entonces se dio cuenta de que no podía más, de que había llegado el momento de acabar con esa situación. No podía consentir que sus hijos pasaran por lo mismo que ella, estaba agotada física y mentalmente de tantos años de malos tratos continuados, agotada de fingir para que nadie supiera nada, agotada de tratar de ocultar lo que era más que evidente.
Un 25 de noviembre dio el paso, se asesoró con una asistente social y le denunció en comisaría. Sus hijos estuvieron al corriente y de acuerdo en que era la mejor decisión. Pero él nunca lo llegó a saber, precisamente ese mismo día le dio un infarto en el trabajo que le fulminó en el acto. ¿Un acto de justicia divina? Quién sabe. Un mes después Rosa y sus hijos disfrutaron de las mejores Navidades que recordaban: tranquilos, sin miedo.
Rosa empezó a salir, cosa que no había hecho antes a no ser que fuera para comprar, ir al médico o acompañar a sus hijos en sus tareas cotidianas. Se apuntó a actividades deportivas y de ocio en su barrio y conoció a gente, personas con la que hablar, algo que para ella se convirtió en una costumbre sumamente grata y de la que había carecido demasiado tiempo.
Una compañera de yoga la animó a que se apuntaran juntas a bailes de salón y a Rosa le pareció muy buena idea. Recordaba que, de joven, le gustaba mucho bailar en las fiestas de su pueblo, pero hacía tantos años que no había vuelto a bailar que ya ni se acordaba, así que unas clases le vendrían muy bien para recordarlo y disfrutar.
El primer día de clase conoció a Ramón, era viudo como ella y también tenía dos hijos. Los intentos de bailar juntos fueron desastrosos: pisotones y pasos muy desacompasados, pero mucha complicidad y risas. Cada semana, Rosa se sentía como una adolescente esperando con ansia la llegada de los jueves de bailes de salón. Se arreglaba especialmente para la ocasión y llegaba con la ilusión de reencontrarse con Ramón, quien se había convertido en su pareja habitual de baile.
De eso hacía ya tres años y dos desde que vivían juntos. Los hijos de ambos se habían independizado y ellos compartían una etapa de su vida realmente bella. Rosa se volvió a enamorar y, por primera vez en su vida, pudo disfrutar de alguien que la quisiera y la valorara, que la hiciera reír y que la cuidara como nadie había hecho antes.
Brindó con sus hijos y con Ramón por un feliz y recién estrenado 2020. El brillo de sus ojos mostraba una felicidad que se le había resistido durante tantos años como para hacerle pensar que algo así no le correspondía a ella. Afortunadamente estaba equivocada.
Feliz Navidad. Por un 2020 sin violencia machista.
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