En los pueblos de todas las épocas siempre hubo un tontito que se nos acercaba para preguntar la hora o para decirnos el nombre del último que había muerto.
Son necesarios, son nuestros los tontitos de siempre que se abanican sólo con la palabra del otro, que se contentan con sentirse escuchados y tienen necesidad de acompañarnos un rato en las procesiones de la patrona. Hablamos con ellos, pero están ausentes.
Estos tontitos miran cómo regalarnos algo de la inocencia que hemos perdido y ese manojo de las otras sabidurías que sólo ellos conocen porque sólo a ellos Dios se las ha revelado.
José López Rubio escribe con mucho humor que Dios rara vez hace un genio, que tarda siglos en crear un Beethoven, a un Miguel Ángel, a un Pasteur. Porque para ellos ha de ocuparse muchos días; sin embargo, para crear a cualquiera de nosotros le basta un pasar la mano, un mirar a lo largo.
Pero para crear a un buen tonto, un tonto contagioso, un tonto genial, a Dios le es mucho más difícil. Por eso Dios ha hecho muy pocos tontos de éstos.
Aunque también hay unos tontos que se han hecho tontos a sí mismos mirándose al espejo y reconociéndose guapos, inteligentes, sabedores de que gracias a ellos el mundo transcurre con inteligencia de Titanic, y que ni Dios podrá nunca hundir la arrogancia indiscutible de su navegación.
Estos tontos son muy peligrosos, porque son tontos malos. Y mira por donde a nosotros nos ha tocado el más sobresaliente.
EMÉRITO
Emérito