Las riadas que desde tiempo inmemorial asolan las áreas mediterráneas de Francia y España son más mortíferas y desastrosas cuanto peor urbanizado está el territorio. Hace diez días, otra ha arrasado la zona de la Costa Azul, tan densamente poblada y construida. Pero no se pueden achacar al cambio climático pues se tiene noticia de estos estropicios desde la época romana.
A pesar de la apreciada, y modélica en gran parte, ordenación del territorio (l’aménagement du territoire), Francia tampoco se libra de estos caprichos de gotas frías, avenidas tumultuosas e inundaciones sin control. La meteorología del Levante, de la Provenza, del golfo de Génova, es un laboratorio de vientos, corrientes, montañas y valles, muy difícil de prever y menos de controlar.
En España, ya en septiembre de 1962, con la tremenda riada del Vallès que causó mil muertos, Josep Pla comentaba que las causas de la mortandad eran más producto de la construcción desaforada y desordenada que del clima.
Todo esto ha continuado, con menos daños pero con semejante regularidad desde hace décadas. El nivel de “artificialización” se dispara a partir de 1970, impermeabilizando los suelos con cemento, asfalto, permisos de construcción irresponsables. Y esto ha sucedido incluso en países con larga tradición democrática municipal (teórica), como Francia, no sólo en la España del turismo y la construcción.
Aquí, la peor tragedia reciente fue la de Biescas, en 1996, cuando una riada arrasó el camping, que tenía todo tipo de permisos, probablemente mal dados. Si el lector ha pasado por allí, es hasta de sentido común ver que era un lugar de alto riesgo, sin que hicieran falta expertos para así declararlo.
Hasta la etimología parece darnos la razón en relacionar especulación inmobiliaria y desastres. Catastro y catástrofe tienen una misma raíz griega, kata, que significa de arriba abajo, dar la vuelta, ir contra. De ahí viene catarata, cataclismo, catalepsia, etcétera. Hasta catálogo, colección de arriba abajo.
La edificación en ramblas secas (secas pero inundables de tarde en tarde), en rieras, como dicen en Cataluña, las autopistas, las barreras artificiales, las urbanizaciones, han ido taponando los desaguaderos naturales. Y como decía hace unos años un campesino malagueño, el agua vuelve cada cierto tiempo con sus títulos de propiedad para reclamar lo que es suyo.
La codicia, la especulación inmobiliaria, los favores políticos son más fuertes que la prudencia, que el conocimiento. A eso hemos de añadir la pasión arboricida que prevalece en muchas zonas costeras y la reducción de los servicios de vigilancia, reduciendo Estado, por un liberalismo muy mal entendido. Rafael Chirbes ha descrito muy bien en su obra todas estas maniobras destructivas.
La responsabilidad de las administraciones públicas en estos sucesos es evidente, sea por dejadez, por corrupción, por incompetencia o por las tres cosas a la vez. Hay responsabilidad subsidiaria, jurídicamente argumentable. No es correcto, pues, decir, que son las tormentas las causantes: tienen un cómplice: las administraciones.
En el fondo hay también un enorme desprecio a la Naturaleza, a la que nuestra ideología dominante ha considerado que se puede dañar, amaestrar y someter. El principio de la responsabilidad, al que dedicó un intenso y clarísimo libro el filósofo Hans Jonas (un discípulo judío de Heidegger, como su colega Hannah Arendt), -editorial Herder, 1995- donde construye una ética de la preservación y del respeto a la Naturaleza, debería ser más enseñado y divulgado. Por lo menos para saber la causa de muchos desastres que atribuimos, a la ligera, solo a la Naturaleza o a la divinidad.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye