viernes, noviembre 22, 2024
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Los indispensables eruditos locales

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Hace días hablaba de la cultura establecida. También hay historiadores establecidos. En una especial división de clases podemos distinguir a los historiadores y académicos, consagrados, alabados, requetepublicados y glosados, de los modestos eruditos locales. Estos, con un apartamiento muy azoriniano (recuerden ese personaje de Doña Inés, tío Pablo: sin el apartamiento del mundo, don Pablo no podría trabajar. Ha publicado don Pablo una original y pintoresca historia de Segovia, que él titula modestamente Adiciones a Colmenares…) investigan las historias locales, con un trabajo oscuro y con frecuencia nunca reconocido. Sin ellos, que recopilan esas historias, desaparecería el alma de los pueblos, ya arrasada en parte por la construcción de mal gusto, por la ubicua televisión y por tanto alcalde y concejal indolente a la cultura de verdad. Los eruditos locales son como la microeconomía de la historia.

Otro escritor también antiguo, Pío Baroja, alude a menudo con afecto a estos personajes, como don Domingo Cincúnegui (Los pilotos de altura o La estrella del capitán Chimista), que viven encerrados, poco o nada apreciados y cuyos trabajos solamente algún escritor aficionado consultará. Cuando desaparezcan, sus bibliotecas, llenas de curiosidades y papelotes antiguos, serán vendidas al peso, si no son arrojadas al fuego.

En la Sierra de Segura, Jaén, lugar apartado donde los haya, también hay eruditos, personas que conservan el pasado, que aman sus pueblos y que son imprescindibles para conocer España. Tuvimos a Genaro Navarro, a José Bautista de la Torre, a Jacobo Quero, a Emilio de la Cruz Aguilar y muchos más que injustamente olvido; hoy, personas como Paco Espinosa, bibliotecario en La Puerta de Segura siguen rebuscando archivos e historias. Gracias a ellos –que los hay en casi todos los pueblos- no todo se ha perdido. Cada día hay menos, son más raros, los vendavales de la cultura espectáculo los marginan. Incluso en las fiestas de los pueblos los alcaldes prefieren el ruido, la cerveza y la juerga mientras que serían buenas ocasiones, por módico precio, para poner en imprenta trabajos de estos eruditos. Baroja decía que la suya era una época positivista y deportiva y por eso una persona como Cincúnegui había sido olvidada. Hoy, ni positivista ni nada. El mundo de los intelectuales está totalmente cerrado a cal y canto, es un coto cerrado lleno de barreras proteccionistas, y para entrar en él no basta ser un erudito, liberal y soñador.

Como un mosaico de tamaño natural, sus contribuciones nos permiten ir recomponiendo tantas vidas y recuerdos que sin ellos se perderían. Algunos ayuntamientos ilustrados (algunos hay, a pesar de todo) y las Diputaciones provinciales, han salvado del agujero negro muchas obras de estos eruditos, útiles, entretenidas y humildes. No irán a la Academia de Historia, que se considera a sí misma demasiado importante, pero habrán contribuido a que en los pueblos haya más respeto al patrimonio y a su pasado.

El erudito local huye del localismo, esta lacra tan hispana de pensar que nuestro pueblo o nuestra región es mejor y superior a las demás. En su fuero interno es un liberal anacrónico y siempre en él encontramos ese pequeño dato, esa vieja anécdota que da sentido a la vida apartada del pueblo. Gustan de los libros y de la lectura, observan, piensan. Son necesarios y son parte esencial del alma del lugar. Como conocen los senderos de los montes, las aldeas olvidadas y abandonadas, las calles y casas centenarias, cuando cuentan una historia, es una historia con mapa y personas reales, no con cifras o acontecimientos fríos o estadísticos.

Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye

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