Madrid, barrio de Salamanca. La madrugada, que se quiere tranquila y propicia al sueño, se estremeció. Hace dos semanas, el 17 de diciembre, a las 4 de la mañana, me despertaron unos gritos en la calle. A veces ocurre que algunos van cargados de copas. Pero parecían gritos más dolientes. Me asomo a la ventana y veo una mujer, bien vestida, espigada, joven, con un abrigo claro, tirada en el suelo, de rodillas y encogida de dolor. Un hombre joven, de pie, la miraba con las manos en los bolsillos. Le había dado un puñetazo en el bajo vientre. Finalmente, le recogió la bufanda del suelo, gran gesto. Ella se incorporó lentamente, inclinada con el dolor del vientre y el tipo la volvió a acosar contra la pared, amenazándola; ella lo intentaba esquivar. Iba bien vestido, joven, fuerte, con una especie de chaquetón oscuro tipo Barbour. Ella lo evitaba, se intentaba zafar, y él la amenazaba de nuevo con otro golpe. Yo estaba en pijama, abrí la ventana y le grité, varias veces, le grité que llamaba a la policía y el paró momentáneamente, y se la llevó por la calle Padilla. Cuando bajé, ya no había rastro de ellos.
No eran marginales, era una mujer maltratada, agredida, atemorizada. Tuve esa imagen en la cabeza días, con una sensación de impotencia y de fatalidad. Al día siguiente, este salvaje estaría en su trabajo, tomaría su café, y no pasa nada. No hay escarmiento. El antiguo principio “quien tal hace, así lo pague” no se aplica.
Todos los días, todas las noches, estas escenas se repiten en la impunidad más absoluta. La policía llega, si llega, siempre tarde, como en la canción de Suzanne Vega.
Me sorprende que los hombres le peguen a las mujeres, esos hombres tan machos, cuando siempre aprendimos que eso era el colmo de la cobardía. Viene de antiguo porque cuando de niño veía una mujer por las calles del pueblo llorando, decían “a esa es que le ha pegado su marido”; era la explicación más rápida.
Es un delito machista, pero no solamente, es más. Es producto de una agresividad latente en la sociedad que va más allá del machismo. Con esta especie de obsesión que tenemos en España por lo leguleyo, se ha legislado, se dictan normas, pero no cambia casi nada. Son las personas las que tienen que cambiar, y limitar el alcohol, mal que le pese al poderoso lobby vitivinícola español.
Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye