Mariano Rajoy está perdiendo la batalla de la comunicación, y esta es una batalla clave no solo para la propia supervivencia del presidente, sino para encauzar suficientemente el contencioso con el presidente de la Generalitat de Catalunya. Tras la rueda de prensa de Rajoy el miércoles, se mantienen las incertidumbres, porque el presidente no aportó salidas de futuro y renunció a la espectacularidad de, por ejemplo, convocar un encuentro con Pedro Sánchez y Artur Mas para, a tres bandas, explorar soluciones. Y, con perdón, me parece que los momentos que vivimos reclaman algo de esa espectacularidad, porque, en política, las formas son tan importantes como el fondo.
La confusión política, cuando Rajoy marcha a las antípodas en inevitable pero inoportuno viaje oficial, es grande. Dentro de Convergencia i Unió, porque no se sabe por dónde van a salir sus relaciones con Esquerra ni, por tanto, cuál va a ser ahora la hoja de ruta. En el PP, tensionado entre 'duros' y 'pactistas', la tensión es patente y parece inmovilizar al máximo líder y responsable, es decir, a Rajoy. Y en el PSOE tampoco se aclara mucho el panorama: nadie sabe en qué consistiría su propuesta de reforma constitucional, criticada ya por algunos 'barones' destacados, entre ellos la propia presidenta andaluza, Susana Díaz, y el 'federalismo', al que se aferra Sánchez como solución es, pura y simplemente, rechazado por los nacionalistas catalanes y vascos. O sea, que no es solución.
El Estado sufre un embate a mi juicio desconocido desde los tiempos de la República, cuando se proclamó el Estat Catalá, que acabó como acabó. No creo que resulte excesivamente alarmista decir que vivimos momentos, si no tan peligrosos y desconcertados como entonces, sí de inusitada agitación territorial y política. No tiene sentido salir al atril de La Moncloa, como si nada hubiera pasado, para insistir, al menos tres veces, en que en Cataluña el pasado domingo 'apenas' votaron dos millones doscientas cincuenta mil de los seis millones de personas que podrían haber acudido a las urnas. Apropiarse del sentir de eso que se llama 'mayoría silenciosa' y considerar que cuatro millones están contra la consulta, puede resultar tentador, pero no resuelve el enorme problema planteado este 9N.
No creo que el presidente del Gobierno, a quien, desde luego, no envidio en estas circunstancias, haya hecho todo lo posible o todo lo que sería deseable. Pero reconozco a Rajoy una gestión mesurada de lo que ha ocurrido hasta el 9N, resistiendo a las presiones de los 'duros' que trataban de imponerle soluciones drásticas e impedir por la fuerza que la gente votase. Confío en que mantenga ese equilibrio cuando, ahora, hay voces que le reclaman favorecer incluso una inhabilitación de Artur Mas, de la vicepresidenta de la Generalitat, Joana Ortega, y de un par de 'consellers' por haber autorizado, y hasta 'apadrinado', la jornada del domingo. Menudo papelón para el fiscal general del Estado, el prudente Eduardo Torres-Dulce, que se sitúa entre la insoportable levedad del ser del Tribunal Constitucional -que solo actuó con 'provisionalidad'- y un Ejecutivo del que se siente despegado y que se siente alejado de él. Sabe el fiscal que, diga lo que diga, los magistrados catalanes no tomarán medidas contra Mas. Afortunadamente.
Y digo afortunadamente porque imagínese usted la que se armaría si 'el Estado', identificado con 'Madrid' por los dirigentes catalanes, tomase medidas efectivas de castigo contra Mas, quien parece ser esto lo que está buscando para acentuar su 'complejo Companys'. Yo creo que el camino es precisamente el opuesto: tratar de integrarle, quiera o no, en un plan regeneracionista, hacer que el PSOE aclare sus propuestas de futuro y, conjuntamente, ofrecer a Cataluña lo que se le pueda ofrecer en estos momentos. Por increíble que parezca, al Estado, es decir, a España, le interesa que Mas se fortalezca, porque el siguiente paso, la Esquerra de Junqueras, sí sería el caos. Pero, para eso, primero hay que convencer a Mas y a quienes aún le apoyan de que de este lado de la raya se está mejor, más seguro, más libre, que del otro. Es más: entre todos tenemos que desdibujar esa raya que el pasado domingo amenazó con convertirse en un abismo que, desde algunas instancias oficiales y oficiosas, algunos se empeñan en no ver.
Confío en que, ahora que va a tratar de problemas muy diferentes en las antípodas, Rajoy tenga tiempo de meditar no solo en que está perdiendo esa batalla de la comunicación a la que me refería al comienzo; es que puede, podemos todos, perder la guerra.
Fernando Jáuregui