Uno no cree que la elección del lugar donde se ha producido el último ataque terrorista de Londres haya sido, ni mucho menos, casual. Un puente es uno de esos lugares que conlleva un simbolismo especial, cargado, desde lo más remoto de la Historia, de connotaciones positivas, en cuanto elemento visible y fundamental de la convivencia, la armonía y el desarrollo conjunto de los pueblos. No hubiera sido lo mismo, ni mucho menos, perpetrar ese mismo ataque violento en una calle o en una plaza, por mucho que puedan también estar cargadas cada una de su propio simbolismo.
Los puentes se alzan para poner en contacto dos riberas hasta entonces opuestas y facilitar así el contacto entre los hombres, en muchas ocasiones viniendo unos y otros de orígenes muy distintos. Destruir puentes, o atacar a los que por ellos transitan, es por tanto una manera de liquidar frontalmente todo lo que de positivo conlleva ese contacto.
De ahí que, como tal vez recuerden algunos lectores, en la terrible última guerra de los Balcanes, uno de los bandos no dudara en volar aquel esbelto puente de Mostar que unía las dos partes de la ciudad y hacía posible, desde hacía siglos, el contacto entre sus distintas comunidades religiosas.
Como nos demuestran los topónimos, son muchas las localidades que surgieron alrededor de un puente. Desde Pontevedra a Ponte de Lima, pasando por las que, como Alcántara, han conservado hasta nuestros días su nombre arábigo. También es el caso de Brujas, castellanizada de tan curiosa manera por unos Tercios cuyos oídos eran incapaces de distinguir otra cosa que no fueran las recias palabras mesetarias.
El puente de Ajuda, que unía España y Portugal salvando las caudalosas aguas del Guadiana, fue destruido durante aquella ominosa y breve guerra, y que sin embargo lleva el hermoso nombre de Guerra de las Naranjas. Permanecen sus pilares en ruinas como prueba de la irracionalidad que a veces mueve a los hombres y, todavía más a menudo, a los que pueblan esta ibérica península.
En castellano la palabra puente, quizás debido a esa profunda simbología que le es propia, forma parte de esa escogida categoría de palabras que, como mar o calor, tanto pueden utilizarse en femenino como en masculino. Algunos puentes, como el medieval sobre el Drina, han dado lugar a novelas extraordinarias. Otros, como el que en los años cuarenta levantaron los orgullosos soldados ingleses sobre el Kwai, en las remotas lindes entre Birmania y Tailandia, se transformaron también en historias memorables, en las que el tesón y el orgullo bien entendido, junto con una profunda dignidad, hubieran debido ser ejemplo para las generaciones posteriores, de las que no habría debido surgir nunca el autor de tan despreciable ataque sobre el puente de Westminster.
Ignacio Vázquez Moliní