Una serie de hechos, algunos de ellos originados en Venezuela, otros provenientes de América Latina y, en líneas generales, de la escena internacional, están siendo utilizados por el régimen de Maduro para proyectarse como una entidad legítima y reconocida por las instituciones de varios países.
Para comenzar, quiero anotar aquí el crecimiento electoral de la izquierda en América Latina, fenómeno que, ahora mismo, ocupa a politólogos y analistas de todo el mundo. Tanto grandes economías del continente ―Chile, Argentina, Colombia, Brasil y México―, como otras de menor tamaño ―Bolivia y Honduras― están bajo el control de gobernantes provenientes de la izquierda populista. No incluyo en esta lista a Perú, por razones obvias: el golpe de Estado ―que algunos han calificado de autogolpe― intentado por el izquierdista Pedro Castillo a comienzos de diciembre, desde la presidencia de la República, lo ha llevado a la cárcel y ha puesto a ese país en una situación política, jurídica e institucional, de extrema incertidumbre. Si eso no hubiese ocurrido, Perú hubiese sido parte de este diagnóstico que, hay que aceptarlo, es adverso para los demócratas del continente.
Como consecuencia de esta indiscutible tendencia, las dictaduras del continente, Cuba, Nicaragua y Venezuela, celebran este panorama, porque entienden que todos estos países, ante posibles situaciones críticas, servirán de escudo protector para que el castrismo, el orteguismo y el madurismo mantengan el poder y prolonguen el sometimiento de sus respectivas sociedades. Hay quienes se muestran escépticos ante esta hipótesis, especialmente en los casos de Gustavo Petro, Lula da Silva y Gabriel Boric, quienes, en principio, no tendrían en sus respectivos países, condiciones políticas favorables a un apoyo abierto a Venezuela.
A lo anterior, hay que añadir las consecuencias de la invasión de Rusia a Ucrania: la crisis energética que ha modificado la política de Estados Unidos hacia Venezuela, como un elemento determinante en su objetivo de garantizar fuentes alternativas de petróleo. Maduro cree tener un arma con la que neutralizar a los sectores políticos estadounidenses que insisten en las sanciones, que no olvidan las violaciones de los derechos humanos, que tienen muy presente el carácter delincuencial del régimen, y que siguen con atención sus vínculos con la narcoguerrilla y grupos terroristas.
Y hay más: Maduro confía en que distintos hechos, como el encuentro con Emmanuel Macron, presidente de Francia; la puesta en marcha de la plataforma del diálogo entre el gobierno y la oposición ―que marcha hacia la nada con lentitud pasmosa―; y la presión que ejercen algunos de sus aliados internacionales para que les quiten de encima la totalidad de las sanciones (incluso las penales, por delitos como lavado de dinero y participación en el narcotráfico), contribuyan a que su poder obtenga un amplio reconocimiento de la comunidad internacional.
En esta etapa nos encontramos cuando se ha producido la insólita, desquiciada e ilegal decisión de la Asamblea Nacional de acabar con el gobierno interino. Esto significa, sin atenuante alguno, que los partidos de Julio Borges y Henrique Capriles Radonski, Manuel Rosales y Henry Ramos Allup le han entregado al régimen el único instrumento que, con sus fallas estructurales y de gestión, sirvió durante cuatro años como una especie de dique de contención a la acción unilateral, feroz y violatoria de las leyes y los derechos humanos en el país.
Las consecuencias de este paso hacia el abismo apenas se vislumbran todavía. No solo se refieren a la protección de los activos de Venezuela en el exterior. Incluye complejas cuestiones legales (como el destino de los recursos financieros que están represados en entes multilaterales y que ahora pueden liberarse y llegar a los bolsillos de los cleptócratas), problemas institucionales y políticos. Solo un ejemplo: al eliminar la presidencia del interinato han liquidado al principal interlocutor en la oposición democrática venezolana ante el gobierno de Estados Unidos y los de Europa. Y más: enfrenta a la sociedad venezolana, de aquí en adelante, a un panorama de mayor intemperie, con unos supuestos partidos opositores actuando a favor del fortalecimiento del poder, sin que los ciudadanos demócratas sepan, en realidad, qué intereses se entrelazaron para que semejante medida fuera aprobada.
Mientras tanto, el régimen celebra. La demolición del gobierno interino les despeja el terreno. Les abre la posibilidad de recuperar la legitimidad que perdieron a partir de enero de 2019. Ahora mismo no hay ninguna entidad que pueda disputarle el reconocimiento de la comunidad democrática internacional. La idea de gobernar haciendo uso de unas comisiones parlamentarias es simplemente risible. Precaria. Insostenible.
Pero a lo que voy: nada de esto legitima a Maduro. Como afirmé en mi artículo de la semana pasada, la dictadura continúa. Sigue siendo una estructura de poder ilegal, fraudulenta, ilegítima y usurpadora. Sigue violando los derechos humanos. Sigue censurando y silenciando. No cesa de torturar. No libera a los presos políticos. Continúa extorsionando a sus familiares y abogados.
Mientras tanto, señores responsables de la entrega de la presidencia interina a Maduro, les recuerdo que el teniente coronel Igbert Marín Chaparro continúa en huelga de hambre.