¿Quién me iba a decir a mi hace 25 años, cuando visité Estambul por primera vez, que iba a regresar todos los años en peregrinación en los meses de noviembre – diciembre, cuando no hay turismo, y la ciudad de 15 millones de habitantes bulle de actividad, pese a la nieve, la lluvia o el húmedo viento del Hellesponto?
¿Quién me iba a decir a mí que este año, la segunda semana de diciembre coincidía con la fiesta del cordero, y Estambul, desde el domingo hasta el viernes, iba a estar toda ella cerrada a cal y canto? Uno de los mayores mercados del mundo, el “Kapali Çarsi”, calles cubiertas , apiñadas de comercios, unos tras otros, con sus puestos del Siglo XV, machiherradas, y sin la tradicional muchedumbre deambulante, multicolor, irisada de velos y pañuelos, cada vez más frecuentes a medida que la sociedad turca recupera la islamización de la que la separó Kemal Ataturk, prohibiendo el fez, proclamando el estado laico, frente a los sultanes otomanos decadentes, europeizando sus costumbres y ciudades, y dando nacimiento al puente (hoy dos: Europa y Asia), que divide físicamente ambos continentes, a través de un Bósforo, hoy surcado por cerca de 70.000 petroleros cada año.
El Mar Negro (Kara Deniç), al que se asoman Turquía, Rumania, Bulgaria, Rusia, Georgia, Ucrania, actualmente en guerra, a uno de cuyos países fue Jasón en busca del Vellocino de oro, alimentado permanentemente de agua dulce por el Volga y el Danubio, unido al Mediterráneo, el Bósforo, el Mar de Mármara y el estrecho de los Dardanelos, e iluminado hoy por el Partido de la Bombilla, de Erdogan, partido islamista que luce una bombilla en su bandera, y que se enfrenta sistemáticamente al Ejército turco, guardián de la Constitución y de la laicidad del país. Hoy controlado férreamente por su líder.
Allí, en Estambul, en Gülhane, reside mon cau, mi icono preferido, al que visito todos los años en su Museo Arqueológico, el Mausoleo de Alejandro Magno, imponente tumba en forma de templo griego, en cuyas cuatro caras se hallan las esculturas en altorrelieve más bellas de la escultura clásica griega. En realidad, perteneció a Abdalonymos, rey de Sidón, por designación de Alejandro el Grande. Según cuenta la leyenda, corroborada por Carlos Zurita, esposo de la Infanta Margarita, que veranea en Éfeso, y con quien me entretuve en un corto viaje en avión en hablar de ello: al conquistar Sidón llegaron sus generales y le dijeron que no habían podido entrar con sus caballos en el jardín del palacio, y a su pregunta le respondieron: un hombre lo impide. ¿Quién es, acaso el rey? no, Alejandro, es el jardinero que ha cuidado con amor su belleza, y Alejandro asombrado le mandó llamar y le hizo rey de Sidón, lo que Abdalonymos agradeció, representando en su Mausoleo (sarcófago) escenas de caza y guerra de la vida de su mentor, Alejandro. Tengo para mí que es el conjunto escultural más bello del clasicismo griego, S. IV antes de Cristo, y con el Laoconte del Museo de Nápoles constituye, o debería constituir, las esculturas más admirables del mundo, y en general son prácticamente desconocidas.
Tenía un amigo mallorquín, y residente en Madrid, Victorino Anguera que siempre, con cierta sorna, se preguntaba qué se nos había perdido en Estambul año tras año, y es que fundirme en un paisaje de mezquitas y monumentos: Suleimanya, la Mezquita azul, copias de la monumental iglesia de Santa Sofía, del 537 d.C., la Basílica más grande del mundo antiguo, en servicio hasta la conquista de Estambul por los turcos, en 1453, transformada en mezquita, con el Alkibla sesgado, pues la construcción no estaba orientada a la Meca. Debió parecerles tan majestuosa a los bárbaros de las praderas de Asia, que en sólo cien años asimilaron la cultura del Imperio Romano de Oriente, y el arquitecto real Sinan (1490-1588), prácticamente desconocido fuera del Oriente, construye mercados y mezquitas, siendo contemporáneo de Paladio, Miguel Ángel, o Juan de Herrera, era jenízaro, es decir, soldado cristiano islamizado, y todavía son aún más desconocidos las de Edirne (Bezayit y Selimlye), la antigua Adrianápolis en la frontera con Bulgaria, hoy un pequeño pueblo rural, con enormes mezquitas y su mercado cubierto (kapali çarsi).
Allí me desplazaba hace años por una solitaria autopista, en busca del pasado glorioso en tierra otomana, sobre ruinas bizantinas, y de todo el imperio griego clásico, luego romano, con yacimientos arqueológicos que llevarían toda una vida explorar. Muchos de ellos todavía sepultados en extrañas colinas, que ocultan ciudades o tumbas, que seguramente asombrarán a nuestros descendientes.
Así, y siguiendo a Homero, Schliemann, en el S. XIX, y bajo la colina de Hissarlik (1870), descubrió que Troya no se trataba de un mito, sino de una realidad, que hoy puede admirarse también en el Museo de Estambul. De hecho, se trata de 7 ciudades, sepultadas la una sobre la otra, desde tiempos prehistóricos hasta las guerras griegas, en las que
Aquiles vence a Héctor, y a Priamo, y conquista la ciudad con su famoso caballo de madera (caballo de Troya).
Espero regresar el año que viene al cau, ya sin mi esposa Rosario fallecida hace cinco años en que me ha faltado, al nido cultural que me acoge y que debemos conseguir sea la frontera oriental de Europa, de la Europa multicultural, mediterránea, y multirreligiosa, a la que todos los librepensadores amamos como cuna de la civilización (civitas romana), la única que existe y en que los hombres somos libres. Lo demás son culturas, pero no civilizaciones, el cau es el progreso y no el regreso al útero materno de que hace ya muchos años nos desprendimos.