Nicolás Maduro acaba de ejecutar -el 1 de mayo- una descarada exhibición, en el específico oficio en el que es un maestro: mentir. Pero en esta ocasión no lo ha hecho sentado en su despacho, a través de un comunicado o por vía de algún vocero de su gobierno -donde proliferan los mentirosos de profesión-, sino delante de una concentración de trabajadores, trabajadores muy probablemente afiliados a sindicatos afines al PSUV. Ante esa pequeña masa de militantes y simpatizantes, que fueron conducidos hasta el lugar con claras instrucciones de aplaudir, vitorear y cantar hurras al “presidente obrero” (qué ridiculez), ocurrió una reacción, un hecho fuera del guion, la irrupción de la realidad en medio de la mentira: los trabajadores le dijeron No a Maduro, negaron con manos y brazos, lo abuchearon.
Cuando el “presidente obrero” (repito, qué ridiculez), cuando Maduro el mentiroso, cuando el descarado Maduro, cuando Maduro el azote de los trabajadores venezolanos anunció que no habría aumento salarial, sino el incremento de dos bonos, en medio de las protestas de los asistentes, el caradura gritó, “aprobado por la clase obrera”. Mintió sin atenuantes. Sin hacer esfuerzo alguno por disimular la canallada.
Es importante poner atención a la doble significación de lo ocurrido allí. De una parte, ratifica que a Maduro ya ni siquiera le importa que lo vean mintiendo. Lo hace al costo que sea. En las narices de trabajadores amigos del régimen, que fueron conducidos al mitin para mostrarse contentos con la miserable decisión de empobrecer todavía más a los trabajadores. Por otra parte, y esta es la cuestión de mayor resonancia política, es que ya ni siquiera entre las bases de su partido, logra conseguir apoyo para sus anuncios y trampas. Maduro el mentiroso está cada vez más alejado, más ajeno, más distante de la sociedad venezolana.
El “salario El Aissami”, que consiste en la eliminación real del salario en Venezuela, para ser remplazado por programas de dádivas que incrementen la dependencia de cada trabajador, de modo que lo que recibe no es la obligatoria recompensa por su trabajo, sino algo equivalente a un favor del régimen, es la consecuencia de la gigantesca trama de corrupción del propio régimen: que no haya aumento de salarios es el producto neto del robo de alrededor de 25 mil millones de dólares por ventas de petróleo, entre los años 2020 y 2022, que no se cobraron en su momento ni se cobrarán jamás. ¿Dónde está ese monto exorbitante de dinero? Distribuido en cuentas de personeros del régimen, jefes y socios, en países como Turquía, Bulgaria, China, Rusia, Bielorrusia y otros afines.
Es necesario entender que lo que el régimen se ha propuesto es nada menos que esto: que los trabajadores paguen los platos rotos de las corruptelas del poder.
Antes del puntillazo que Maduro dio a los trabajadores venezolanos el 1 de mayo -porque su odio no se limita a la clase obrera, sino a todos aquellos que viven de su trabajo, sean obreros o no-, el “presidente obrero” (qué ridiculez), ha puesto en práctica, a lo largo de los años, un programa de extenuación del trabajador venezolano, para conducirlo a un estado de insignificancia, que ya había sido iniciado por Chávez.
En una primera etapa, el régimen impuso la politización de los sindicatos. En la trampa cayeron la inmensa mayoría de los líderes sindicales del país, creyendo que ello les traería recompensas a sus bolsillos (como en efecto ocurrió durante años), y algunos beneficios a sus representados. El otro caramelo que el régimen puso en manos del sindicalismo chavista, fue el control político de las Inspectorías del Trabajo en todo el país, más encadenados decretos de inamovilidad laboral que han contribuido al deterioro productivo y hasta el cierre de empresas. Lo que no vieron entonces los dirigentes sindicales, fue lo que, desde un primer momento, muchos advirtieron: militar en el PSUV los enmudecería. Les impediría, tarde o temprano, luchar por sus derechos, porque sus compromisos con el poder serían más poderosos que sus deberes con los trabajadores.
Luego de someter a la dirigencia sindical, le han seguido la represión de las protestas, la detención de líderes sindicales, la formulación de acusaciones gravísimas que asocian las luchas de los trabajadores al terrorismo y la desestabilización, se ha sistematizado la eliminación, en la práctica, de los derechos políticos y de asociación de los trabajadores.
De forma simultánea, a los trabajadores del sector gubernamental, incluyendo a los de la industria petrolera -que solían ser los mejor pagados y los que beneficios más sólidos tenían en la administración pública- se les ha ido despojando de los logros conquistados antes de 1999. Uno a uno. Se han desconocido las obligaciones que establece la ley, se han inventado fórmulas engañosas para ocultar el deterioro del salario real, se han emitido leyes y decretos para justificar el robo.
Tal como han afirmado, de modo casi unánime, personas de los diversos sectores sociales, el decreto del 1 de mayo constituye, por motivaciones y consecuencias, una regresión. Un ir atrás, no de años, sino de décadas. La gravedad de lo que está ocurriendo no se limita a la decapitación del salario. En el fondo, lo que está siendo liquidado, paso a paso, es la aplicación concreta, la existencia misma de la Ley Orgánica del Trabajo.