Los periodistas Florantonia Singer y Alonso Moleiro publicaron en septiembre de 2023 (Diario El País, España), un reportaje de especial interés, en el que se relata un hecho fundamental que, hasta ese momento, apenas se había mencionado: que se cuentan por centenares los funcionarios policiales que han dejado su trabajo y han abandonado el país. Muchos de ellos han sido protagonistas de verdaderas odiseas, como la de cruzar la selva de Darién, en camino hacia México o, en la mayoría de los casos, hacia Estados Unidos.
La cuestión de fondo que Singer y Moleiro pusieron sobre la mesa, no solo sigue viva, sino que por testimonios que he conocido de forma directa en días recientes, ha continuado y continuará en los próximos meses, como resultado inevitable del programa de destrucción de la institucionalidad de los cuerpos policiales, que Chávez y Maduro han ejecutado.
Es probable que para muchos lectores la figura del agente policial venezolano -a diferencia del médico, del paramédico o del educador- sea percibida, no como otra víctima más del régimen, sino por el contrario, como uno de los victimarios, brazos armados con que se ejecutan las tareas de persecución y represión de la sociedad venezolana. Pero esta generalización -como cualquier generalización- tiene algo de cierto y mucho de falso. De eso trata este artículo.
Los testimonios de exfuncionarios policiales, provenientes de distintos cuerpos policiales del país, coinciden en esto: en algún momento, la política llegó a sus respectivos comandos. Se les invitaba o presionaba para obligarles a asistir a actos del PSUV o del gobierno; se les invitaba a participar en reuniones de las UBCH o de los CLAP; en algún caso se llegó al extremo de reunir a un grupo de policías activos, para tener una conversación o dictarles una charlas, sobre el peligro que la oposición democrática representaba para los funcionarios policiales. Se ha estimulado (práctica que permanece inalterable y que se concreta de muchos modos) la doble idea de que el policía tiene un enemigo principal que es el ciudadano opositor, y un deber fundamental, que es el de servir a los intereses del régimen. Hubo un tiempo, me cuenta un ex funcionario de la Policía Nacional Bolivariana, en el que en su comando se hablaba más de política que del auge de la delincuencia. “Nos estaban matando y nos decían que los medios de comunicación exageraban”.
Esa campaña, que se produjo de forma más o menos semejante en todo el país, se proponía estimular una lealtad hacia el régimen, que condujera a los funcionarios a aceptar lo inaceptable: que en todas las zonas del territorio, había bandas o cabecillas de bandas a los que había que evitar. En muchas ciudades y municipios, antes de que las patrullas quedaran paralizadas por falta de repuestos o de combustible, se habían cambiado las rutas de patrullaje, para asegurarse que ninguna unidad circulase por el territorio bajo el control de un colectivo o de alguna banda. Es decir, una política que consistió en dejar el terreno libre a los delincuentes. Hay funcionarios que han sido sancionados por “meterse” en territorio no autorizado.
De forma simultánea a esta deformación del objetivo profesional del funcionario -en la que el ciudadano opositor se constituye en un objetivo tanto o más relevante que el delincuente-, se extendieron las prácticas propias de la politización de las instituciones: destitución de funcionarios, nombramientos y ascensos de los abiertamente comprometidos con el PSUV o con el gobierno; la incorporación como policías de personas casi sin preparación. Conozco el caso de un funcionario policial que huyó de Venezuela a través de la frontera con Colombia, días después que fuera designado como jefe de su zona, a un militar que él había capturado in fraganti, durante un atraco en la Autopista entre Valencia y Puerto Cabello. El atracador, transcurridos cuatro años, no sólo no pagó por su delito sino que se enchufó y se convirtió en un jefe policial.
La extrema politización ha creado dos categorías generales de funcionarios: los comprometidos, los de confianza, los “polirrojos” que alimentaron unidades especiales como la FAES creada por la Policía Nacional -fuerza líder en ejecuciones extrajudiciales, secuestros, desapariciones forzosas, asaltos a los hogares de los detenidos y otras violaciones flagrantes a los Derechos Humanos-, y el resto, unos 160 mil hombres y mujeres distribuidos en todo el territorio nacional, pésimamente mal pagados, que trabajan en condiciones al límite, con uniformes en condiciones degradantes, sin dotación ni equipos adecuados, en instalaciones envejecidas y ruinosas, maltratados y obligados a hacer silencio ante el creciente deterioro y desconocimiento de sus derechos laborales.
Y aquí llegó a otra cuestión medular: la conducta de los jefes policiales, que ha consistido en reunir a los funcionarios bajo su mando, o en conversaciones a puerta cerrada, para decirles que no hay dinero para mejorar sus salarios y para equiparlos, por lo tanto, que cada quien se las arregle como pueda. ¿Y qué significa ese “que cada quien se las arregle como pueda”?
Significa eso que el lector está pensando: es una invitación abierta, que permite buscar otros empleos u ocupaciones paralelas -como taxistas, repartidores, guardaespaldas, vigilantes y otros-, pero es también una puerta abierta a delinquir, con las consecuencias que la sociedad venezolana bien conoce: que una parte importante del incremento de los delitos se debe a la incorporación de policías a la creación de bandas o a su incorporación a bandas ya existentes.
Cuando titulo este artículo, “Un país sin cuerpos policiales”, lo hago pensando en esta perspectiva: un porcentaje de los funcionarios policiales venezolanos -la mayoría- viven y trabajan en condiciones de cada vez más amplia precariedad. Un segundo grupo, los “polirrojos”, son activos agentes del régimen en tareas de espionaje, represión y violación de las libertades políticas. El tercer grupo que debe mencionarse, es el de los policías-delincuentes, cuyas actividades padece la sociedad venezolana, su víctima recurrente. Y un cuarto grupo es el de los policías que se han dado de baja o simplemente se han marchado del país, en una cantidad que no conocemos. ¿No es legítimo entonces preguntarse si en Venezuela hay verdaderos cuerpos policiales, entendiendo por verdaderos, al profesional servicio de los ciudadanos?