A medida que nos aproximamos al 28 de julio, crece de forma clarísima y masiva el apoyo al cambio político en Venezuela. El fenómeno es especialmente visible en los pequeños pueblos y comunidades rurales de las regiones venezolanas. Históricamente, los habitantes de las ciudades siempre se han mostrado dispuestos a salir a las calles a participar en concentraciones electorales o en protestas. Por distintas razones, entre las que no se puede omitir la precariedad de los transportes y las vías de comunicación, los habitantes de los pequeños pueblos, comunidades extraurbanas y aldeas, rara vez han manifestado públicamente sus sentimientos y opiniones políticas, a lo largo de las décadas.
Aunque desde el siglo XIX venían produciéndose puntuales episodios de carácter electoral, a partir de mediados de los años cuarenta del siglo XX, el mitin como evento mayor de las campañas políticas y electorales adquirió la categoría que tiene hoy: no sólo la ocasión de escuchar la propuesta de un determinado liderazgo, sino también como forma de rechazo a los gobiernos o de adhesión a una opción política.
Muy probablemente tienen razón los que sostienen que las escenas de miles o decenas de miles de ciudadanos volcados a las calles en apoyo a los liderazgos políticos opositores no es nueva: también se produjeron en apoyo a Henrique Capriles o a Juan Guaidó, o en marchas gigantescas en Caracas y en otras ciudades. La voluntad de los demócratas de concentrarse de forma masiva o de salir a las calles viene produciéndose, de forma masiva y casi sostenida, desde 2002 hasta ahora. Ha habido pausas, es cierto, pero no han sido más que eso: pausas que siempre anuncian que la lucha democrática no ha terminado y que debe continuar.
Sin embargo, algo nuevo y distinto está ocurriendo en los meses recientes. Es evidente e inequívoco: el espíritu de cambio se ha extendido por todo el territorio. Ha llegado hasta los más pequeños pueblos. No reconoce límites. Ni siquiera las dificultades propias de la vida rural, ni la falta de vehículos y combustibles, ni de dinero con el que paliar las necesidades más básicas, impiden movilizarse y expresar el apoyo al cambio. Por una especie de pudor o escrúpulo cultural, no se ha descrito de forma tajante, la naturaleza de lo que está pasando: que son los más pobres entre los venezolanos pobres los están participando y protagonizando, de muchas maneras, la movilización nacional a favor del cambio. Esta es la noticia, la buena nueva.
Las imágenes que muestran el asedio entusiasta ante el paso de María Corina Machado o Edmundo González Urrutia por caminos y carreteras; la pluralidad social agolpándose alrededor de las tarimas; las frases y carteles hechos en los hogares que aparecen en cada punto de los recorridos -algunos de ellos, de llamativa creatividad-; las frases que hablan de esperanza y de enormes expectativas, todos estos son argumentos incontestables de una sociedad harta del empobrecimiento, que ha dicho basta, no más, y toma las calles para ratificar su decisión de dar un vuelco a la política venezolana, con el instrumento que mejor conoce, el instrumento del voto.
Si así están las cosas, ¿por qué hay sectores en la sociedad venezolana, especialmente entre sus élites, que hablan del 28J con cierto pesimismo, y concluyen que el régimen no reconocerá el triunfo de la oposición democrática?
Una respuesta, inevitable, es que esos sectores tienen una nítida memoria de todas las argucias, trampas, mentiras, fraudes y abusos que el régimen ha cometido en todos los planos de lo público, incluyendo el electoral. Por lo tanto, la presunción pesimista no es descabellada. Una rigurosa evaluación de los hechos hasta ahora autoriza, justifica la conclusión de que el poder buscará el modo de no reconocer el triunfo de los demócratas.
Los estudiosos del estalinismo, en Rusia y en los países de Europa del Este, han descrito cómo, después de unos años -por lo general, a partir de la primera década-, comienza a producirse en los pueblos sometidos una sensación de eterna derrota: la de que, sea cual sea el esfuerzo de lucha, se haga lo que se haga, el régimen no cederá y se impondrá, y que las cosas continuarán como siempre, muy posiblemente peor que antes.
Insisto en que esta visión tiene fundamentos en sus enunciados y, por lo tanto, es legítima. Esa, el pesimismo aprendido de la experiencia, es una de las corrientes para interpretar lo que viene.
La otra corriente es la que proviene de la campaña. Esa corriente nos dice: la fuerza del cambio continuará creciendo hasta la propia jornada electoral. Cerrarán las mesas de votación y los testigos estarán allí. Y tendrán apoyo externo. Se contarán por miles los comanditos que presten su apoyo a las unidades de los partidos políticos. Se vigilará y peleará por cada voto. Cada irregularidad será combatida y denunciada. El régimen no podrá sobreponer a la realidad de lo que ocurra en las mesas, resultados que desmientan los hechos. No podrán imponer una verdad distinta a la que arroje la voluntad de los electores. No podrán falsear lo ocurrido.
Entonces digo: hay que prepararse para el triunfo, porque en las calles hay condiciones para garantizarlo. Hay que prepararse para realizar una transición en paz y sin violencia. Prepararse para afrontar las precarias condiciones de vida de cientos de miles de familias en todos los estados del territorio, que necesitan asistencia urgente, tal como ha puesto en evidencia la campaña. Hay que prepararse para iniciar, de inmediato, la reconstrucción de la nación arruinada. Y aprovechar que la energía del cambio estará intacta después del 28J.