He tenido la oportunidad de leer entrevistas y artículos de al menos unos diez académicos y consultores de la materia electoral, tanto de América Latina como de Europa, y en todos hay una coincidencia en la más noticiosa de las apreciaciones: el descaro del fraude electoral cometido por Nicolás Maduro y su amanuense, Elvis Amoroso, no tiene antecedentes en la historia electoral moderna.
Los casos conocidos y estudiados tienen dos características que predominan: la diferencia entre el volumen de votos del ganador legítimo y del perdedor -que es quien, en la mayoría de las ocasiones, organiza el fraude- rara vez supera el rango de entre 10 y 12%. La segunda característica es que, para ocultar la acción fraudulenta, el diseño del fraude combina el juego limpio con el juego sucio. De este modo, las auditorías, difícilmente pueden demostrar la existencia de trampas y alteraciones sustantivas: los casos irregulares resultan pocos con relación al volumen de los centros de votación donde las cosas transcurren de forma correcta. Por lo tanto, una de las premisas técnicas del fraude -cuyos formatos son numerosísimos- es que el mismo sea limitado. No puede ser masivo o total, porque ello lo hace evidente para los electores, para los candidatos víctimas de los delitos y para las autoridades electorales.
Sin embargo, en el caso de Venezuela, lo ocurrido el 28 de julio hace añicos el modus operandi conocido hasta ese día. El fraude diseñado por Maduro y su equipo se proponía generar entre 15 y 18% de los votos (lo que ya constituía una osadía extrema), entre votos emitidos a favor de Edmundo González Urrutia que se robarían para Maduro y votos que se atribuirían a Maduro provenientes de electores que no asistieron a la jornada electoral. Impedirían el acceso de los testigos opositores a los centros de votación, para así forjar varios miles de actas que modificarían la voluntad de los electores.
Así estaban las cosas cuando, casi a la 1:30 pm, Maduro fue informado de que no se trataba de una derrota por unos pocos puntos, sino de una paliza, que le fue comunicada en estos términos: de cada 3 votos, 2 son para González Urrutia. Con el paso de los minutos, el panorama no mejoró sino lo contrario: la esperanza de que los resultados en los centros electorales que están ubicados en las zonas más remotas del país le resultaran favorables se derrumbó de inmediato. En pequeños pueblos y caseríos la correlación empeoró: de cada 4 votos, 3 eran para González Urrutia. Maduro lo entendió: no había cómo cerrar brecha semejante. Y es entonces cuando ordenó la ejecución de un fraude masivo: inventar unos resultados, los que fueran, en los que se le declarara ganador.
Lo que pasó a continuación lo vio el planeta entero: Amoroso lo declaró ganador en una rueda de prensa donde presentaron números imposibles. Los electores maduristas no celebraron -no salieron a las calles-, Maduro y quienes le rodeaban no pudieron maquillar la paliza de sus rostros lúgubres.
¿Y cuál ha sido y es el capítulo que vino a continuación? Dio la orden de castigar, de perseguir, de atacar de forma salvaje e indiscriminada a los testigos electorales de la oposición, acusándolos de incitar el odio y practicar el terrorismo, solo por cumplir con un deber establecido en la Constitución.
Han detenido, bajo la modalidad de secuestro, a más de 2.000 personas. Le han eliminado el pasaporte a un número todavía no conocido de ciudadanos, principalmente periodistas, dirigentes sociales y políticos, sin explicación y sin fundamento alguno. Han comenzado a perseguir a aquellos que opinan en las redes sociales o que intercambian información en chats privados.
Pero Maduro, tomado por los odios y por deseos de venganza insaciables, quiere más. Quiere causar más sufrimiento. Ha anunciado la construcción de dos megacárceles (como las de Nayib Bukele en El Salvador, no contra los miembros de las bandas de delincuentes, sino contra quienes votaron en su contra). Sin pudor, ha dicho que esos centros carcelarios serán campos de reeducación, tal como los llamaba Stalin. Maduro ha decidido crear un gulag a su medida.
Ahora bien: esta reacción de furia se enfrenta a no pocas dificultades, las cuales debo mencionar aquí. La primera de ellas: en lo sustantivo, es una arremetida en contra de los sectores populares. Hasta el miércoles 7 de agosto, 95% de los detenidos son personas que viven en condiciones de pobreza. Esto inaugura una nueva fase en la dictadura madurista: la de actuar, sin eufemismo alguno, en contra de personas y familias que quieren un cambio político, porque viven al borde del hambre y la enfermedad. La dictadura se ceba en contra de los pobres.
Otra dificultad sustantiva la constituye una dictadura cada vez más aislada: de los gobernantes progresistas o izquierdistas de América Latina, de los socios tácticos o ideológicos, que se enfrentan a realidades injustificables, indefendibles. Desde el 28 de julio Maduro es un apestado para la izquierda planetaria. Un impresentable, salvo para algunos canallas enceguecidos por la complicidad política. ¿Continuará el silencio de la izquierda ante la represión sistemática en los barrios de todo el país?
Una tercera dificultad, muy importante, que ha pasado casi inadvertida: Maduro está reprimiendo con la Dgcim, el Sebin, el Conas y otros cuerpos policiales, a los que han sumado esbirros importados de otros países. Las fuerzas militares, salvo excepciones, se mantienen al margen de la ola represiva. Son los esbirros y los torturadores los que han tomado el control de la situación. Son los reyes del momento (a nadie debería sorprender, por ejemplo, si Alexander Enrique Grancko Arteaga, Jonathan Becerra -Piraña-, José Sánchez Castro, Néstor Blanco Hurtado, Saúl Méndez, Jesús Gerardo Cárdenas, Abel Angola, Hannover Guerrero Mijares, José Domínguez Ramírez, Kayler Chacón Bautista o Rafael Franco Quintero, fuesen nombrados ministros o presidentes de empresas del Estado en las próximas horas o días). Maduro necesita premiarlos. Darles más. Porque son su único sostén. El resto: centenares de verdugos, miembros del Alto Mando ilitar, tropas llegadas de otros países.
Todo esto contra una sociedad cuyo rechazo al régimen, de forma insólita, ha continuado creciendo después del 28 de julio.