El Usurpador está desnudo, no hay duda. Desnudo y derrotado. Perdió las elecciones irremediablemente. Y punto. Fue vencido, además, de forma desproporcionada: por cada voto a su favor, Edmundo González Urrutia recibió más de tres.
Durante años, el Usurpador se dedicó a diseñar y construir un laberinto electoral que le asegurara el triunfo. Con la complicidad, ahora sin disimulos, del ente electoral, convirtieron el camino hacia la elección presidencial en una prueba para desestimular, obstaculizar e impedir el voto. A no menos de 5 millones de venezolanos que vivimos fuera de Venezuela se les impidió ejercer el más elemental derecho de la vida democrática. Si todos los que cumplían los requisitos hubiesen podido participar -tal como ordena la Constitución vigente-, la derrota habría sido todavía más aplastante: de cada 10 votos, el Usurpador solo habría obtenido 1.
Y entonces ocurrió lo que las encuestas, los hechos de la campaña electoral y el ambiente del país habían anunciado: González Urrutia obtuvo un triunfo de ventaja tan pronunciada, que todo el sistema de trampas que el CNE había organizado no le resultó suficiente para argumentar que el Usurpador resultó ganador.
Perdió rotundamente, todo el mundo lo vio y, a continuación, tomó la más grotesca de las decisiones: se declaró ganador en un acto falso y patético. Un acto donde los asistentes miraban al piso. Un acto de cabezas agachadas. De miradas evasivas. Un acto doblegado por la pesadumbre y la impostura. Sin alegría. Al final, porque había que hacerlo, una breve y anémica ración de aplausos. Y se acabó, con la sombra del desastre en los rostros.
Y cuando digo que se acabó, no exagero: no ha habido celebración. Nada que indique un triunfo. Lo que sí hay, extendido e inocultable, es el lóbrego espíritu de quien ha sido vencido. Rictus en las caras. Muecas. El apuro por pasar a otra cosa, como si fuese posible hoy o mañana construir alguna forma de normalidad o de forma sostenible de convivencia.
Y es que el Usurpador no solo está desnudo, sino que, en su propio territorio cotidiano y político, entre su gente, es un apestado. Porque todos saben: en Miraflores y el Fuerte Tiuna, entre sus ministros y altos cargos oficiales, entre sus legiones de guardaespaldas y militares que lo rodean, entre los asistentes y los adulantes del poder, saben lo que es inocultable. Saben y hacen silencio. Saben los alcaldes, saben los gobernadores, saben los burócratas de las empresas del Estado, lo saben los sindicalistas, lo saben los trabajadores de los escalafones más bajos de la administración pública. Lo saben los soldados apostados en garitas y que custodian instalaciones de cualquier tipo. Saben, lo ven pasar rodeados de escoltas y se dicen: ahí va el Usurpador. Ahí va el que perdió las elecciones y se las robó.
Saben y se preguntan hacia dónde van las cosas. Saben y se preguntan cuánto puede prolongarse el patético espectáculo. Saben, personas de todos los niveles socioeconómicos, de cualquier condición laboral, de todas las regiones, sin excepción, saben que perdió, que le dieron una paliza electoral, lo que equivale a decir que, desde enero de 2025, ya no será más el presidente de Venezuela. Saben que debe irse y entregar la presidencia a Edmundo González Urrutia.
No solo perdió la elección: también el liderazgo político del madurismo. ¿Qué se hicieron los voceros del PSUV? ¿Dónde están los revolucionarios de las regiones? ¿Perdieron la voz? ¿Se fueron de vacaciones? ¿Dónde se escondieron? ¿Qué es lo que está en el núcleo de su vergüenza?
Y es que de eso se trata: de vergüenza. El Usurpador les avergüenza. Saben que ha perdido toda forma de legitimidad. Con la decisión de declararse ganador se ha puesto en un lugar político muy delicado: el del que carece de formas pacíficas y legales de sustentabilidad.
Porque, en realidad, ¿en qué consiste el poder de Maduro después del 28 de julio? ¿De qué trata, en verdad, su fuerza?
¿Tiene apoyo popular? No. Solo lo acompaña una minoría, que ronda 10% de la población, integrada, de forma mayoritaria, por personas que dependen y están bajo la supervisión directa del poder: empleados públicos, funcionarios de esto y aquello, enchufados, corruptos y especies afines. Se trata de personas que tienen miedo de perder las prebendas, de quedar fuera de los beneficios y ventajas que reciben del régimen. Y que tienen miedo de los escuchen susurrando: perdió. Perdió por mucho.
¿Tiene soporte legal de algún tipo? Ninguno. Es un Usurpador en toda la extensión y redondez de la palabra. Perdió las elecciones y se declaró ganador. En otras palabras, cometió varios delitos.
¿Acaso mantiene el apoyo internacional que Chávez le dejó como herencia política? En este rubro, su situación es de tierra arrasada: lo ha perdido todo, salvo el apoyo de sus cómplices, los dirigentes de regímenes criminales de Nicaragua, Cuba, Rusia, China, Irán y otros afines.
¿Y entonces, cómo se sostiene? Por el apoyo que imponen el ministro de la Defensa, los miembros del Alto Mando Militar, autoridades del Ceofanb y sus estructuras: ZODI y REDI. Tienen las armas y les han convencido, en una labor de ideologización incesante, de que si hay cambio político en el país estarán en situación de riesgo laboral o legal. Pero, y esto es una variable que nadie debe olvidar, también saben. Saben que quien se autodesignó como “General del Pueblo Soberano” en junio, ya no representa al Pueblo Soberano. Saben que perdió las elecciones. Saben que es un usurpador, que debería quitarse del camino. Lo ven pasar y repiten: Ahí va el Usurpador, que debería irse.