En un artículo publicado en la web del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUD-, en febrero de 2023, se documenta la creciente intensificación de la polarización política en América Latina y el Caribe en los últimos 20 años. Se titula “Conmigo o en mi contra”.
En un gráfico puede verse con nitidez: en 2000, la polarización en América Latina y el Caribe estaba muy por debajo del promedio mundial. Pero a partir de ese momento comenzó a escalar y, desde 2015, “la polarización comenzó a crecer más rápido que el promedio mundial”. No en balde, la palabra polarización, que había sido incorporada en 1984 al diccionario académico, fue declarada “palabra del año” en 2023, dada su reiterada y poderosa presencia en medios de comunicación.
Cierto es que la polarización es un estado, un carácter presente en las sociedades, que se atenúa o se potencia, de acuerdo con los hechos públicos, pero no desaparece nunca del todo. En la visión de los entes multilaterales y academias, en las sociedades polarizadas, factores fundamentales para crear condiciones de progreso, como la cohesión social, la gobernabilidad de las instituciones y el quehacer productivo, son afectados de forma significativa y real, cuando las sociedades se parten en dos bloques. Así, la polarización se constituye como un obstáculo para mejorar la convivencia, el desempeño económico y las condiciones de vida.
1999 constituye un hito en el auge del fenómeno polarizador en América Latina: lo marca el inicio del primer gobierno de Hugo Chávez, quien, incluso desde antes de ocupar el poder, puso en movimiento, con indiscutibles resultados a su favor, una política consistente en dividir la sociedad (conmigo o en mi contra), atizar el enfrentamiento entre unos y otros, y arrinconar en la esfera pública, la moderación, el diálogo, los acuerdos, el consenso entre quienes piensan distinto.
La práctica concreta que Chávez puso en ejecución consistió en la erradicación de la figura del adversario, para dar paso a la de enemigo y, a partir de ese marco de amigo-enemigo, ejecutar una política de sometimiento de los demócratas, cada vez más violenta y que, con Nicolás Maduro en el poder, ha alcanzado dimensiones extremas: avanzar hacia la erradicación física, a través de distintos mecanismos, de la oposición política. Erradicar quiere decir perseguir, exiliar, secuestrar, desaparecer, detener, enjuiciar, torturar y hasta asesinar a los demócratas.
Basta con una somera revisión del mapa político de América Latina y el Caribe, a partir de 1999, para verificar la efectiva influencia que el modelo polarizador-populista de izquierdas ejerció, de norte a sur: López Obrador en México, Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua, Gustavo Petro en Colombia, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia o Néstor y Cristina Kirchner en Argentina, son expresiones netas del mismo método: alentar los resentimientos de unos contra otros, denigrar y culpabilizar a unos determinados sectores de los males de la sociedad, explicar el pasado y los hechos del presente bajo un modelo binario de víctimas y victimarios. Chávez, haciendo uso ilegal, ilegítimo y pervertido de los recursos petroleros de Venezuela, exportó su tóxico programa de “nosotros contra ellos” por el continente, casi sin contrapesos.
Durante estos 25 años, primero muy tímidamente, pero a partir de 2010 de forma más sonora, el peligro polarizador ha sido advertido y denunciado por los demócratas del planeta. Se han publicado centenares de libros y se han realizado miles de foros para analizar la cuestión, pero sobre todo para formular ideas sobre cómo las instituciones pueden actuar para enfrentar la tentación, la erosión democrática que la polarización representa. Creo que puede decirse que, entre las élites, ha crecido la comprensión del peligro, pero el virulento populismo de izquierdas, en sus versiones más descaminadas y anacrónicas, mantiene una alarmante presencia. ¿Acaso el triunfo electoral de Claudia Sheinbaum en México no es una categórica demostración de que el peor populismo de izquierdas sigue vivo y listo para abalanzarse sobre las libertades políticas y ciudadanas?
A contracorriente de lo que ha sucedido en México en las elecciones presidenciales de junio, donde la candidata del populismo polarizador de izquierda ganó con casi 60% de los votos, en Venezuela, un mes después, en las elecciones del 28 de julio, Edmundo González Urrutia, con el apoyo de María Corina Machado, obtuvo no menos de 70% de los votos.
Pero esta cifra, en realidad, subestima la realidad política de Venezuela, porque no incluye a los 3 millones de jóvenes a los que no se les permitió inscribirse en el registro electoral y votar, ni tampoco a los 4,5 millones de venezolanos que viven en el extranjero, mayores de edad, a los que también se les negó el derecho al voto, violando la Constitución vigente y el más elemental derecho democrático.
Si esos más de 7 millones de personas hubiesen podido ejercer su derecho, entonces la diferencia de la oposición frente al gobierno no se cuantificaría en términos de una ventaja de 70 a 30, sino de 90 a 10 o, muy probablemente, de 95 a 5.
Estos datos ratifican con evidencias irrebatibles que en Venezuela la voluntad popular derrotó a la polarización, justo esa polarización que le facilitó al régimen de Chávez y Maduro prolongar la ocupación del poder por 25 años, y que llegará a su final el próximo 10 de enero.